No hay forma de malinterpretar los mensajes que ha enviado César Láinez desde que se sentó el pasado lunes en la sala de prensa de La Romareda. En todas y cada una de sus apariciones en los medios, particulares y generales, ha expresado con naturalidad las carencias y necesidades del Real Zaragoza, del club, de sus jugadores. Es bien fácil entender sus tres principios: actitud, rectitud y responsabilidad. Se diría que son exigencias de esas que no haría falta ni nombrar, pero en este fútbol de hoy, con todo su egotismo, a los muchachos hay que recordarles por qué se les paga. Por intentar jugar bien, claro; por deslomarse en los entrenamientos también, acaso por entrenar, aunque sea a puerta cerrada. No ha sido el caso de las últimas semanas, en las que se fueron acumulando los hombres que pasaban gran parte de las jornadas de trabajo en el gimnasio, sin pisar el campo más allá de dos carreritas. Láinez ha llegado para tratar de rescatar esos valores fundamentales, para exigir «lo mismo que me exigía yo como jugador y lo que me exigieron en situaciones similares», advierte el técnico. «No voy a pedirles nada que yo no pudiera hacer cuando jugaba», dice el entrenador, que hoy se estrena con el Zaragoza de su vida en Elche (20.30 horas, Gol).

De la capacidad que tenga Láinez para convencer a los futbolistas de cuál debe ser su conducta y proceder va a depender en gran parte el futuro de este equipo que camina cerca de la última frontera, con los puestos de descenso amenazantes y los rivales, los de detrás, los peores, apretando. Cuando empiezan a pasar estas cosas, no hay mucho que pensar. Significa que todos esos equipos que se han pasado la temporada holgazaneando, huelen el final. En ese mismo momento empiezan las reacciones. Véase la del Nástic desde hace ya unos días. O la del Almería, la del Rayo, el Córdoba... Es la cuenta atrás, que anuncia las prisas de la verdad.

Dicen los números, grosso modo, que al Zaragoza le hacen falta 15 puntos, cinco victorias en 12 jornadas. No parecerían tantas. Son una barbaridad en el contraste con su última realidad, la de Raúl Agné en el 2017 natural: 8 puntos en 11 partidos. Huelga decir que si el equipo aragonés no es capaz de invertir esa tendencia, estará en Segunda B. Lo debe hacer con fútbol o de otra manera, ya se sabe. Parece, en cualquier caso, una cuestión de compromiso ahora que todos los dedos señalan al campo. A los jugadores, es decir.

Sobre Láinez ha recaído la obligación renovada de permitir la supervivencia del primer equipo, como en tiempos mejores sucedió con otros. Luis Costa, por ejemplo. Al exguardameta no le importa esa etiqueta, ni mucho menos. Más bien al contrario está orgulloso de la consideración de hombre de la casa. Falta que su equipo entienda pronto quién es y qué significa Láinez en el club, reproducir su comportamiento. Y que se exprese con el balón la receptividad que ha encontrado en el vestuario. Después, aun en un equipo deprimido físicamente, se trata de apretar sin desmayo, de transmitir al contrario la supremacía de la camiseta. Querer el balón, pedirlo, robarlo, pedirlo, incomodar al enemigo, pedir el balón...

No tiene tiempo Láinez de hacer cambios drásticos. Ni caben inventos ni se entenderían. Ni el calendario lo recomienda. En 11 semanas se acaba el asunto que otro retomará. Debe, eso sí, alterar todas esas cosas que han funcionado tan mal con Agné, encontrar otros caminos partiendo de una filosofía más parecida a la de Milla. Lo hará con algunos de esos jóvenes en los que hoy se ve reflejado. De momento, parten con ventaja Ratón y Pombo. Un poco menos Raí, aunque sí en condición revolucionaria, al estilo del último día.

«Cuando estás en estas circunstancias tan adversas, hay que morir en el campo», advierte Láinez, el nuevo emperador del Zaragoza. Su afirmación lo pone fácil: Ave, César. Morituiri te salutant.