El Real Zaragoza sufrió un subidón de juego y ambición en el Nuevo Arcángel. Dudó cuando una indecisión entre Grippo y Verdasca y la mano de Jona castigaron con el empate su mejor propuesta, su fútbol atrevido y vertical en la inteligencia de Febas y la fiereza de Toquero, pero supo recomponerse sobre la figura de un delantero enorme. Se esperaba que Borja Iglesias explotara de un momento a otro. En su travesía hasta el partido contra el Córdoba había hermanado a tirios y troyanos, todos de acuerdo en que bajo esa coraza de gladiador fluía un pozo de petróleo. Resulta que además de oro negro, había una mina de diamantes. Sus dos goles para sellar la primera victoria de la temporada superan la dimensión de la categoría en la que actúa. De haberlos marcado antes del cierre del mercado, jeques y armadores rusos habrían asaltado las oficinas del club con varios sacos llenos de dólares aunque sea propiedad intelectual del Celta.

Sus tantos y su partido son para desencajar de asombro la mandíbula del aficionado zaragocista. Iglesias tendrá mejores y peores tardes, pero ha reavivado la memoria histórica de un equipo reconocido y admirado entre otras cosas por su fructífera cosecha de poderosos atacantes. Su catálogo de recursos es amplio y su pelea con los defensas, un espectáculo para contemplar aparte. El Granada lo tumbó con un penalti que él mismo marcó y al Córdoba se lo llevó literalmente por delante. De espaldas, hunde las botas en la hierba para recibir el balón y se hace columna jónica. No paran de sacudir a la mole, que escapa de los taladores con zapatillas de ballet y dirigiéndose siempre a oriente. Sabe asociarse entre puños de hierro y sierras mecánicas... Además dejarle un metro para armar la pierna, como se observó anoche, resulta una pésima decisión. El Real Zaragoza de defensa timorata que suplica porque Mikel González debute cuanto antes, tiene un látigo arriba, un futbolista capaz de ganar un encuentro con o sin una ayuda que jamás renuncia a ofrecerla.

Con esos goles de élite no sólo confirmó las expectativas que se habían depositado en él, sino que disparó la magnitud de su influencia presente y futura. En el primero apretó el gatillo mientras sus marcadores se matriculaban en la escuela de tiro; en el segundo, embocó la bola de un golpe seco, con tal ira y precisión que salió del estadio con la chaqueta verde de Augusta. Fue su noche más profesional y premiada. Un diamante flotando en oro negro. Menudo tesoro para tirios y troyanos.