Metafóricamente, y de manera literal, el Real Zaragoza tocó fondo en pleno otoño. La crítica situación clasificatoria provocó un terremoto dentro de la Sociedad Anónima. La sacudida dejó ilustres víctimas, principalmente el director deportivo, Lalo Arantegui, y su locuaz ayudante. El proceso de depresión quebró también el proyecto de Rubén Baraja en el banquillo y, posteriormente, se llevó por delante a Iván Martínez. El aturdimiento y la confusión llegaron a ser transversales en el club, desde el césped hasta la propia institución, que después de un periodo de triste espectáculo público puso su destino deportivo en manos de Miguel Torrecilla, que a su vez puso el suyo propio en las de Juan Ignacio Martínez.

El alboroto fue generalizado y ese bullicio, esa falta de tranquilidad a todos los niveles, duró semanas. Una situación de este tipo siempre tiene su reflejo en los resultados del equipo. Así fue esta vez también, con una caída imparable hasta que la aparición de JIM logró calmar las aguas a base de algunas victorias, una sensible progresión en el juego, mucho sentido común y la consiguiente mejoría de la confianza del grupo. Cristian Álvarez, uno de los pesos pesados de la plantilla, le reconoció el mérito al entrenador, al que llenó de flores por su gestión de la crisis y del vestuario. Y a buen entendedor, pocas palabras bastan.

El arquero argentino hizo, además, un ejercicio poco usual en un mundo de continua hoguera de vanidades. Autocrítica consigo mismo después de una primera vuelta con alguna tarde brillante pero demasiadas dudas bajo palos, especialmente en las salidas por alto y en los blocajes. Y autocrítica colectiva cuando se refirió a los daños colaterales provocados por la confusión del propio club y su consecuente inestabilidad e incertidumbre. Sanísimo para el Real Zaragoza, acertado y reconfortante el camino elegido por Cristian. Con mucho fondo y un gran trasfondo.