Con permiso del señor Eguaras, autor de un gol y de dos asistencias, fue el partido de Atienza. Hace apenas cuatro días, un error suyo había provocado un gol del Mirandés cuando el equipo burgalés no había reunido mérito alguno. El cordobés maldecía aquella mala entrega mientras Matheus celebraba el regalo. Cabeza baja, puños apretados y ojos encendidos que rogaban el perdón de unos compañeros que le lanzaban mensjaes de ánimo y consuelo. Atienza ya no volvería a cometer un solo error más. Ni siquiera leve. Cuando su nombre sonó por megafonía poco antes del inicio del partido, nadie reprochó ni recriminó nada. La Romareda le aplaudió como siempre. Le animó como siempre. Se entregó como siempre. No había nada que perdonar.

A los nueve minutos, el Zaragoza ya había lanzado cuatro saques de esquina. En uno de ellos, casi siempre en corto para sacar del área pequeña a la poblada defensa gallega, Eguaras, desde lejos, había marcado. Como en Miranda, Atienza cerró el puño con rabia sabedor de la importancia del tempranero tanto para que el Deportivo se estirara y dejara espacios. Pero el empate de Mollejo, apenas cinco minutos más tarde, obligaba a volver a empezar,

El cordobés imponía el orden y mando desde atrás. Clemente y Burgui eran los principales destinarios de sus reprimendas, centradas en cerrar el costado que sangraba. Atienza era el jefe de la retaguardia. Como siempre.

Pero su momento estaba por llegar. El central se incorporó al remate de otro saque de esquina que el Zaragoza volvió a botar en corto. Un cruce de miradas con Eguras bastó para que el navarro depositara suavemente el balón en la cabeza de Atienza, que, de forma impecable, remató ajustado al poste izquierdo del marco defendido por Dani Giménez.

El tanto devolvía al Zaragoza la ventaja perdida justo cuando más cómodo parecía encontrarse un Deportivo. Lo peor había pasado. El primer gol de Atienza con la camiseta del equipo aragonés llegaba en el mejor momento. Y él lo sabía. Por eso, volvió a apretar puños y dientes. Aquellas palabras de ánimo y aliento que sus compañeros le dedicaron en Anduva dejaban paso ahora a epítetos irreproducibles y a ese momento glorioso de éxtasis que solo un gol es capaz de provocar. Anduva ya quedaba lejos. Muy lejos. Si había algún rastro de aquel sofocón, ya había desparecido por completo. Atienza lo había conseguido.

Todo fue más sencillo a partir de entonces. El movimiento de Víctor al dar entrada a James y, sobre todo, la expulsión de Gaku, acabaron con el Deportivo y dejaron el panorama más despejado para Atienza y los suyos, que, en todo caso, nunca perdieron la seriedad. En realidad, el peligro pasaba a ser uno mismo y en la comisión de un error fruto de la relajación o de esa traicionera sensación de superioridad sobre el oponente. Pero Atienza no volvió a caer. De hecho, derrochó aplomo, serenidad y concentración hasta el final.

Cuando Suárez marcó, el cordobés supo que todo había acabado. Su cabeza había sido determinante para una victoria esencial pero no solo por haber marcado ese tanto sino por su forma de sobreponerse a aquel mal rato.