La llevaba abierta por arriba, como queriendo encontrar el oxígeno que a su equipo se le negó en los primeros 45 minutos, una peligrosa prolongación en Albacete del muestrario de impotencia para atacar en espacios comprimidos ofrecido la aciaga tarde contra el Lugo en La Romareda. Si que no te llegue la camisa al cuello quiere decir algo fue lo que Imanol Idiakez debió advertir en esa primera parte, en la que el Real Zaragoza se estrelló contra sí mismo, con un juego inocuo, de pases horizontales, incapaz de progresar ante rivales a la espera, y en la que volvió a enseñar excesivas vergüenzas defensivas, otra vez tremendas, especialmente en los balones a la espalda, en los centros laterales y a balón parado. El equipo pasó un momento verdaderamente crítico en Albacete y estuvo a punto de caer por un socavón de desconfianza.

Sin embargo, el partido terminó dejando una lectura con trazos tranquilizadores, a pesar de que volaron otros dos puntos que nunca volverán y, así, grano a grano es como se vacía el granero. El Real Zaragoza rescató un empate con mucho amor propio, negándose a bajar los brazos y con fútbol, noticia relevante, aprovechando los espacios que el Albacete sí concedió en la segunda mitad y haciendo virtud de su gran virtud: el pase con sentido y profundidad, llegando con claridad a zona de gol y confirmando con tantos las buenas acciones previas. Regresó Eguaras, bendita sea, se estrenó Gual, el tridente volvió a reunirse y desmontó esa modernez de que los tres no pueden jugar juntos. Solo faltaría. En 45 minutos a Idiakez le cambió el color.