Los finales de partido del Real Zaragoza están siendo crueles, sí, es innegable por la cantidad de goles en el descuento y en circunstancias extrañas. Pero la crueldad no viene sola, se busca. El surrealista final del partido de ayer en La Romareda es el fiel reflejo de un alma en pena que vaga entre las tinieblas en el día de su 85 aniversario. No es fácil tirar casi un siglo de vida y gloria, pero la sensación es que la caída avanza sin paracaídas y que el suelo está demasiado cerca.

Ondoa fue expulsado en el minuto 88 y José María Amo, un juvenil que acababa de saltar al campo, se puso de portero. Así se las ponían a Felipe II, en bandeja para culminar la remontada. Pero la mediocridad en la que llevaba instalado el Zaragoza durante todo el partido se prolongó hasta el final dando pie a una comedia con tintes dramáticos.

Con el chaval en la portería a nadie se le ocurrió chutar a portería para poner en aprietos a Amo. Incluso no se pisó el área más que una vez, y terminó en fuera de juego. Como de costumbre, ni el del banquillo (o el de la grada), ni los protagonistas supieron interpretar el devenir del choque y lo que el equipo requería en ese momento.

Por si no fuera poco, Marcelo Silva no se unió a la fiesta, sino que la culminó con una fea entrada recibiendo así la segunda tarjeta amarilla. La culminó porque llevaba todo el partido danzando y siendo superado en todas las facetas del juego por Marc Gual. Primero, se le anticipó en el gol y, antes de su expulsión, el delantero le tiró un caño, le ganó la carrera y aún le dio tiempo a recrearse con un recorte de esos que dejan al zaguero buscando su cintura.

Con la afición entregada e ilusionada a pesar de lo poco que le da el Real Zaragoza, llegó el desastre desde ese lugar donde ya parecía que un inquilino se había asentado: la portería. Saja tuvo un error impropio de un portero de su experiencia, cantó y sirvió el gol a Cotán ante la mirada de un despistado José Enrique, cuyo inmovilismo permitió al sevillista llegar a rematar. El que faltaba por fallar lo hizo recordando a Irureta y no hubiera estado mal meterse dentro de la cabeza de Ratón, otra vez en la grada, para saber qué pensaba.

Con el pitido final, la afición entró en un estado de hartazgo contenido. La situación actual, lejos de despertar a la fiera y pedir de manera efervescente un cambio, se dirigió al palco al grito de «directiva dimisión» de forma demasiado poco coral, tímida y anestesiada. Al menos fue el primer atisbo de una protesta hacia la zona más privilegiada del campo y que debería comenzar a hacer autocrítica y tomar verdaderas responsabilidades.

Eso por no hablar de Agné, que sigue viendo su particular película de cada partido en la que solo ocurren fenómenos extraños dignos de estudio por Cuarto Milenio. Ve la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio, como la mediocre primera parte realizada en la que el Zaragoza salió al césped a esperar a un filial en su casa como si jugara en el Bernabéu. Las excusas ya cansan y el técnico está superado, sin ideas y sin un mínimo atisbo de posible reacción. Al león le quedan pocas fuerzas para seguir rugiendo y pocos motivos le dan, pero no se merece este estrepitoso y vergonzoso cumpleaños.