Se podría decir que tiene ese aire diferente de los genios, tantas veces más pendientes de su interior que de la realidad que les rodea. Ayer se vio a Jaime Romero en toda su extensión. Salió acelerado, con ganas de vengarse, de sacudirse otra vez su circunstancia, esa situación que siempre le parece injusta, casi de maltrato. No entiende el banquillo, le revuelve. Pero cuando está en el campo es otro. Pronto se marcó un par de jugadas de chupón, se llevó unos cuantos gritos de sus compañeros por no ayudar, anduvo cabizbajo buscando al geniecillo que a veces se pierde ahí dentro... y marcó. Anarquía pura, para lo bueno también.

A los 15 segundos ya había visto una tarjeta amarilla por golpear a un rival con el brazo. No le condicionó porque el zurdo es así, muy suyo, con todo ese mundo interior. Le sacó la cara luego su entrenador. "Le pregunto a la FIFA, a la UEFA y a todo el mundo cómo quieren que salte un jugador si no es con los brazos arriba. No son como los muñecos del fútbol de mesa (futbolín)". Razón de sobra tiene el técnico en esa jugada. La acción de Jaime con el brazo arriba fue normal, bien correcta para lo que se lleva hoy en día. La decisión del árbitro no. Habrá que convenir, además, que son tarjetas que están de moda.

Esa primera cartulina marcaría su actuación y el final del partido, con el Zaragoza refugiándose cerca de su puerta para firmar las tablas. La segunda no la vio Popovic, eso dijo. Bien le podría haber parecido incluso más rigurosa que la primera. ¿Puede ser tarjeta? Hombre, por poder... Su rival no iba a ningún lugar productivo y fue el linier el que se afanó en remover el banderín, con esa insistencia con la que se remarcan algunos, como para darse importancia. En fin, que fue una chiquillada más que otra cosa. "No lo toco, pero igual tengo que madurar y aprender a no meter la pierna en esas jugadas", dijo el futbolista. Queda claro así. El árbitro, novato él, fue corriendo con la tarjeta en la mano y, claro, tuvo que sacarla aunque fuera el único amonestado en ese momento.

Así es Jaime. Capaz de todo en los 30 minutos que duró sobre el terreno de juego. No fue distinto al de otra veces. Percutió por la banda izquierda, bajó la cabeza, puso balones en el área, se cabreó consigo mismo, con los demás... Irascible, hasta hosco en sus reacciones, cambió su celebración de carrera vertiginosa por un festejo mucho más contenido. Tenía su razón. Estaba en casa. Jaime comenzó su carrera en el Albacete, antes de que el Udinese pusiese una pasta por él para llevárselo a Italia. Pero ni en Udine, ni en Bari, ni en Granada, ni en Turquía, ni en el Castilla irrumpió el jugador que se intuía. Por eso está en La Romareda. Por eso y porque tiene fe en sí mismo. Buen tanto el de ayer, por cierto. En eso, en la definición, sí está en consonancia con el mundo. Y en paz.