Whalley no tiene la culpa de que Víctor Muñoz lo eligiera como su portero titular y luego le diera continuidad hasta que fue despedido, ni de que el Real Zaragoza no fichara a Toño con aquel objetivo de contar con un veterano en mil batallas como contrapeso al guardameta de la cantera, ni de que luego se decantara por la cesión de Bono del Atlético, ni de que ese préstamo tuviera sus beneficios y sus riesgos implícitos, ni de ninguno de los episodios propios de Falcon Crest vividos de puertas hacia dentro alrededor del culebrón de la portería ni, por supuesto, de que Ranko Popovic, el día de su debut, le mantuviera en el once inicial por la razón que fuere, que intereses en el caso hay múltiples.

En nada de ello tiene Whalley responsabilidad alguna. Al contrario. Ha sido víctima por alcance de las peleas de entre muros, que han añadido una carga de presión sobre su figura. A Whalley solo hay que juzgarle por su trabajo y por sus actuaciones cada fin de semana bajo los palos. En los últimos partidos, y ya van los suficientes, su nivel ha descendido de forma alarmante. Ahora no es bueno. Por eso, por su rendimiento, y no por nada de todo aquello por lo que un día se manoseó alrededor de su nombre y que paradójicamente ahora se mira a través del cristal inverso, es el momento de que Popovic piense con calma si es idóneo que siga donde está.