Para entender el estado anímico actual de Agapito Iglesias hay que viajar en el tiempo a su llegada al Zaragoza, a mayo del 2006, a un proyecto ambicioso, auspiciado por el poder político, con jugadores de nivel para pensar primero en Europa, después en la Champions y hasta en una Liga --"Quiero ganar al menos una", llegó a decir--. De aquello no queda nada, un club devastado, destrozado económicamente, roto y con una fractura social terrible. Agapito lleva años conviviendo con una oposición frontal de la inmensa mayoría del zaragocismo, pero se resiste a salir derrotado, a abandonar el barco por la puerta de atrás, a salir como fracasado y a que la crítica social aún se cebe más con él. Si es que esto último es posible, claro.

Los que han hablado en los últimos tiempos con él han visto al Agapito más decaído y bajo de moral desde que se hizo cargo del Zaragoza. Nada que ver, por ejemplo, con hace un año, a pesar del descenso, donde todavía se sentía con fuerzas, por mucho que oposición contra él fuera inmensa. Ahora, siente que su etapa se acaba, pero ni quiere salir derrotado, humillado, obligado a abandonar, ni tampoco quiere perder un Zaragoza que para él es un as en la manga en cualquier situación. Ser el máximo accionista del mayor club deportivo de Aragón, de una entidad con un masivo seguimiento, no es una cosa baladí. Ni mucho menos.

Y, además, el fútbol siempre ofrece la posibilidad de cambiar el escenario. Y quizá Agapito aún puede pensar que lo puede variar. Cualquiera no lo vería así, se sentiría odiado y sin posibilidad de revertirlo todo en el Zaragoza. El caso es que el balón, por ejemplo, ofrecía ayer el triunfo de la familia Gil, campeones de Liga con el Atlético y en la final de la Champions después de que no hace tanto estuvieran en el foco del odio de la grada colchonera. Pero casi nada es comparable con lo que vive Agapito en el Zaragoza, que ha llevado al club al momento más bajo de su historia desde los años 50, con dos descensos, una continuidad casi asegurada en Segunda y con el club totalmente devastado. Aun así, él se resiste a sacar la bandera blanca, la de su derrota.