Lo que le ha ocurrido al Real Zaragoza después del confinamiento, y lo que todavía le puede suceder salvo que algún dios desconocido del fútbol medie de manera divina, quedará recogido en los libros de historia como una de las grandes debacles del fútbol profesional contemporáneo y como una de las hecatombes más espeluznantes vividas en décadas. La transformación del equipo ha sido terrorífica y las consecuencias, tremendas. En Albacete perpetró un nuevo ejercicio de impotencia, incapacidad, agotamiento deportivo, físico y mental y sufrió otra humillación a manos de un rival menor que, de nuevo, se agigantó ante este pequeñísimo Zaragoza.

El balance es aterrador. Un punto sumado de los últimos 18, 22 goles encajados en diez partidos tras el parón, el ascenso directo perdido de manera matemática a pesar de aquellos cinco puntos de renta que hoy son un triste recuerdo y el playoff que, ahora, parece más una condena que una esperanza, aunque vaya usted a saber. El equipo de Víctor Fernández ha dilapidado todo su crédito en un carrusel de despropósitos encadenados que le han llevado hasta este punto infernal.

Empezando por el técnico, desarmado, sin recursos más allá de las palabras huecas, enrocado en conducir a su plantilla hacia la fatiga extrema y empujado por sus propias decisiones hacia un suicidio colectivo por el empecinamiento en alinear a determinados jugadores. Atienza ha sido la perfecta personificación de esa tozudez. Siguiendo luego por los futbolistas, con escasas excepciones. Por los jugadores y sus descomunales errores individuales, causa principal también de todas las consecuencias posteriores. Atienza, otra vez Atienza, El Yamiq en su día, hasta Cristian, Clemente, ayer Nieto... Nadie está a salvo de este naufragio. Y, mientras tanto, el tiempo ha ido pasando. Y nadie, absolutamente nadie, ha hecho nada por evitarlo.