Agapito Iglesias tomó las riendas del Real Zaragoza el 26 de mayo del 2006. Le entregaron un club grande. Quizá no un gigante, pero desde luego grande. Acababa de jugar, por ejemplo, una final de la Copa del Rey después de eliminar de manera consecutiva a Atlético de Madrid, Barcelona y Real Madrid. Esos resultados, inconcebibles hoy en día, podrían bastar para comprender el Zaragoza que heredó Agapito, al que ha aplastado y exprimido hasta sacarle de dentro todo lo que tenía. Todo lo bueno, se entiende. Quedan cuatro vigas de aquella obra que pretendió ser faraonica y que sostiene con odio, rencor, repulsión.

No queda honor, no hay estadio nuevo, no hay jugadores, no hay familia. La deshonra ha sido paseada por España. Todo fue obra y gracia de Agapito, que destruyó tres cuartos de siglo de historia magnífica en un par de temporadas. Con ese tiempo le bastó. El primer descenso, el del 2008, mató al Zaragoza, al que Agapito quiso hacer volar con los campeones de Europa pero ha convertido en un pobre más del fútbol. Aún peor, en un mísero indeseable.

Pese a cierto desapasionamiento deportivo, Alfonso Soláns había mantenido dignamente el proyecto que levantó su padre en el nacimiento de las sociedades anónimas deportivas, lo que fue el paso previo a la ruina de muchos en el fútbol español. Más allá de esa última y reciente final, había ganado las Copas del 2001 y el 2004. Es decir, acumulaba tres finales y dos títulos en los primeros seis años del siglo. Aún más. Unos meses antes, en el 2000, había llegado a pelear por la Liga hasta la última jornada. En fin, el club era una bicoca, con un equipo y una afición bien engarzados y cierta costumbre por la victoria.

En estas llegó un gran desconocido, Agapito Iglesias, un empresario soriano afincado en Zaragoza y dueño de la empresa Codesport. Respaldado por las instituciones, especialmente por el Gobierno de Aragón, se pretendía que impulsara el Zaragoza gigante con el que su hinchada soñaba desde que los Magníficos dejaran al mundo boquiabierto con un fútbol que acompañó de gestas y títulos.

Faltaba la Liga, la gran conquista que no tenía en sus vitrinas la entidad aragonesa. El Zaragoza se había comportado con sobrada solvencia desde tiempos de los Magníficos, con solo tres descensos en 60 años, dos de ellos en la década de los 70, circundando la gloria de los Zaraguayos. Había pasado un cuarto de siglo en Primera División sin despeinarse, muchas más veces cerca de la cabeza que de la cola, antes de que llegara ese extrañísimo descenso del 2002, que se solventó con un ascenso inmediato y la veloz reconstrucción de la plantilla por parte de Miguel Pardeza y Pedro Herrera, que convencieron a jugadores como Gabi Milito o Savio de la importancia del Zaragoza.

En aquel último equipo de Soláns hijo estaban, además de los citados, gente tan importante como Zapater, Celades, Óscar, Cani, Ewerthon, Diego Milito, Sergio García, Movilla, Corona, Lafita... Es decir, el Zaragoza tenía un patrimonio descomunal en la plantilla, más que de sobra para arrasar de golpe con la deuda que había ido acumulando en los últimos años.

Pese a los 63 millones de déficit que se calculaban, Agapito entró más que animado, consciente además de los negocios que llegaban. El Zaragoza era, además, una empresa con un amplio margen sin explotar y con un estadio por construir. Eso se suponía. Y por eso Agapito se estrenó de esta manera: "Quiero asegurarles algo. En las decisiones que se tomen en este club a partir de ahora, la única guía que se va a tener en cuenta es lo que sea mejor para el Real Zaragoza y su afición. Sin ningún condicionante, tanto en lo deportivo como en lo económico". Eso dijo el soriano, que ha conseguido algo insólito en menos de un decenio al mando. Contando con la temporada que viene, el equipo habrá estado en Segunda las mismas campañas que en los 60 años anteriores a su llegada. Inconcebible también, además de aberrante y monstruoso.

Un fenómeno bien difícil de conseguir, casi imposible, y que puede ir a peor, sin duda. Agapito, imprevisible, acostumbró a su afición a hacer lo contrario de lo que decía, a sembrar de mentiras el camino del zaragocismo. Tras el descenso del 2008, por ejemplo, dijo que tenía dinero más que suficiente para mantener el buque a flote. Poco después había vendido casi todo lo que tenía, justo antes de que se le empezara a relacionar con operaciones turbias vinculadas con amaños en su primera visita al infierno. Más de un club le señalaría en su regreso a Primera por los movimientos que lograban que el Zaragoza mantuviese su lugar en la élite.

"Voy a judicializar el club"

Aquel primer descenso lo señaló a él, que ya había despedido a Víctor Fernández y había derruido por el camino a Garitano, Irureta y Villanova. El siguiente sería Marcelino, ya en primera, poco antes de que se marchase Eduardo Bandrés, el gestor que inteligentemente le había sugerido el Gobierno de Aragón, miembro del PSOE, nada menos que exconsejero de Economía y Hacienda. Fue presidente antes de perder su prestigio cuando el hedor inundaba las oficinas.

"Voy a judicializar el Zaragoza", manifestó entonces Agapito, una vez que entendió que los amigos cercanos al PSOE huían de él, de su desastrosa gestión y de la negra sombra que le perseguía. El soriano se había encargado de sacudirse en su primera semana a Emilio Garcés, una figura próxima al PAR, que entendió muy pronto que estaba acorralado. El 2 de junio, solo seis días después de presentarse en sociedad junto a Agapito, se desprendió del 27% de las acciones, así que Agapito se quedó con el 86% y todo el horizonte abierto, sin ningún socio incómodo que le incordiara el futuro, especialmente la construcción del nuevo estadio y la recalificación de La Romareda. "Cuando entramos en el club había unas oficinas recalificadas, un estadio por construir y otros objetivos que no se han cumplido. Yo aboné una cantidad, había una deuda y unas expectativas que no se han cumplido", decía Agapito en diciembre del 2010. Bien claro.

Cuando se fue Soláns el 26 de mayo del 2006, el club tenía una deuda de 63 millones, solo 13 de ellos a corto plazo. Ahora, los números rojos y las obligaciones se han multiplicado. Va por 155 millones, tras un proceso concursal y una gestión deportiva peor que la económica.

Consejos y dimisiones

El soriano ha sido capaz de hacer dimitir a dos consejos de administración en pleno. El primero, en el año 2009, cuando la salida del entonces presidente, Eduardo Bandrés, arrastró a sus compañeros. Entonces abandonó el club gente de prestigio en el ámbito social y laboral (Manuel Teruel, Juan Ramón Fabre, José Luis Melero, José María Serrano, Agustín Ubieto o Fernando Zamora), en lo que supone la otra gran descapitalización de Agapito, que deja el club reducido a la mínima expresión. En estos momentos manda él y tiene como escuderos a Paco Checa, Luis Carlos Cuartero y José Guerra, a los que puso a dedo.

No se quedó en eso. Dos años después anunció a bombo y platillo la llegada de cuatro nuevos consejeros, que llegaron dispuestos a creer que podían cambiar las cosas en el Zaragoza. Agapito se iba a apartar de la gestión, no iba a intervenir en el área deportiva ni en los fichajes... Diez días duraron Salvador Arenere, Carlos Iribarren, Fernando Rodrigo y José Guillén, que no pasaron por el aro. En su de despedida explicaron que "era condición imprescindible que Agapito se apartase de la gestión, algo que no se ha producido ni es fácil que se produzca debido a las diferentes maneras de entender la gestión por ambas partes".

Por el camino ha despedido a casi todos. Pedro Herrera, Antonio Prieto, Javier Porquera, Manolo Villanova, Manolo Nieves, Luis Costa, Ander Garitano, Jesús Solana, Santi Aragón... La lista es interminable. En la Ciudad Deportiva también: Chirri, Ernesto Bello, Roberto Cabellud, Esnáider...

En ocho años, el Zaragoza ha pasado de los delirios de grandeza a la indigencia. Es un club desamparado tras pasar por las manos del peor gestor que nadie pudiera imaginar, una maldición que por fin ha terminado. O eso se supone.