Eran las 5.46 de la mañana. Kobe abría los ojos. El sol entraba por las ventanas del hogar de los Kagawa. Vivían en una casa ubicada en el distrito de Tarumi-ku, al suroeste de la ciudad. Faltaba un rato para que sonase el despertador de Keiichi, el padre se levantaba temprano para irse a trabajar a la compañía ferroviaria Kinki Nippon Railway. Sus ruidos solían despertar a sus dos hijos y su esposa Hiromi, aunque volvían a dormirse al poco rato. Pero aquel martes de 1995 fue distinto. Segundos después de que las saetas marcasen esa hora nada volvería a ser como antes. La ciudad entera fue reventada por un terremoto que rompió los registros de la historia sísmica japonesa y sacudió la vida de un pequeño Shinji en la que, hasta entonces, su mayor preocupación era el fútbol.

A los cuatro años ya era uno de esos niños que marchaba con su pelota a cualquier lugar. No escuchó los cantos de su padre, empeñado en que su chico fuera jugador profesional de béisbol, el principal deporte del país. Él quería ser futbolista, inspirado en su ídolo Kazu Miura, jugador que marcó a toda una generación de japoneses e inspiró a Takahashi para moldear el personaje de Oliver Atom. Bajo esa fogosidad infantil se unió al Marino FC, equipo donde creía y soñaba en ser una estrella. No dejaba de patear el balón ni un solo día. Menos aquel martes. Cuando su infancia se topó con gran terremoto de Hanshin-Awaji.

Kobe tembló durante veinte segundos. Tiempo suficiente para que este terremoto de 6.9 grados en la escala de Richter provocase un desastre de escasos precedentes: 6.434 muertos, cerca de 30.000 heridos y 104.000 edificios derruidos. Keiichi, al notar el temblor, corrió hacia el cuarto de sus hijos para protegerlos. Fueron afortunados, puesto que el seísmo fue más benévolo en su zona. Sin tiempo para ser presa del pánico salieron a la calle. Conscientes de que no todos tuvieron la suerte de poder escapar de casa, ya que el techo de la mayoría de hogares tradicionales había cedido, enterrando a las personas que estaban en su interior. Al poco tiempo, el fuego se adueñó el paisaje, propagándose con violencia por los edificios. Mientras, carreteras, autopistas, puentes y vías de tren lucían derruidas, inservibles, en un escenario apocalíptico.

Hacía un frío de enero terrible. Al igual que muchos, la familia Kagawa tenía que ducharse y hacer vida en casas de acogida. La gente contemplaba atónita la tenebrosa postal de su ciudad. Al mismo tiempo, otros hacían ligeros ruidos con la poca energía que les quedaba sobre las maderas de los escombros con la esperanza de ser desenterrados. Así lo describió el profesor universitario Robert Orr en una de sus cartas sobre el suceso: «La zona de Nagata-ku parecía el epicentro de Hiroshima. La gente rebuscaba entre las ruinas a sus familiares». Incomunicados, bajo un panorama desgarrador, y con una ayuda muy precaria. Ante tanta desazón se despertó el sentimiento de ayuda y solidaridad que tanto caracteriza al pueblo japonés. Un apoyo que marcaría a Shinji.

Triunfó una mentalidad de cooperación, por encima de trifulcas o saqueos: heridos socorriendo a personas en peor estado, batidas para sanar gente, incluso la población compartía sus alimentos o bienes. Al poco tiempo, cientos de personas de todo el país se desplazaron a Kobe para apoyar. Llegaron toneladas de comida procedente de otros rincones, incluso el líder de Corea del Norte Kim Jong-il hizo una donación de 20 millones de yenes a la Cruz Roja japonesa. Fue un movimiento social que marcó un precedente en cuanto a la solidaridad del pueblo nipón, de hecho, a raíz de esto, el 17 de enero se considera el día Nacional de la Prevención de Desastres y del Voluntariado, ya que en total participaron 1.7 millones de voluntarios en tres meses.

Las acciones

Aquellas imágenes solidarias quedaron selladas a fuego en el interior del pequeño Kagawa. Ese calor de un pueblo que se arropa ante la adversidad lo demuestra cuando sucede una tragedia que conecta con su pasado. En el 2011, cuando visitó el área de Sendai, zona que había sido sacudida por el gran terremoto y tsunami de Tohocu. Se paseó por las calles, charló con sus ciudadanos y les brindó su insigne cariño. Más tarde, en el 2016, se desplazó a Kumamoto para colaborar tras un nuevo seísmo: jugó a fútbol con los niños en sus escuelas y participó en diversos actos. Por eso Kagawa es distinto al resto. Tiene una sencillez cada vez más atípica en este deporte.

El Real Zaragoza ficha un astro y gana una persona amada allá por donde ha pasado. Idolatrada en su Japón natal, adorado en Dortmund, respetado en Manchester y añorado en Estambul. Una estela de cariño que emerge de su madre Hiromi. «Me decía que la humildad sería siempre mi impulso», comentó al medio japonés Gekisaka. Kagawa es una de esas excepciones donde los millones, la fama, o la gloria no consiguen pervertir una personalidad. Él sigue sintiendo como de pequeño, cuando ante sus ojos inocentes se postró la catastrofe. Mantiene esa actitud que comenzó aquel martes de 1995 a las 5.46 de la mañana.