Bramó Gijón por el latrocinio que en Zaragoza casi nadie vio, guerras internas aparte, que para todo hay. El fútbol se ve con subjetividad, ya se sabe. Se niegan evidencias por defender unos colores, incluso se rebaten matices que abren guerras y facciones dentro de una misma convicción. Es la pasión ciega, obtusa. Hay presentadores famosísimos de televisión, asturianos y sportinguistas, que enardecen a los rivales de forma inconsciente --o consciente, a saber-- al afirmar en horario estrella que le han pegado "un pequeño atraco" al Sporting en su casa, y preparar para toda España un reportaje que se entiende sesgado por obviar unas jugadas e incidir en otra, concretamente en la de la primera expulsión, que viene a ser el quid de la cuestión. De lo demás hay poca materia para discutir, todo sea dicho.

Digamos que de ahí, de ese lance en el que Luis Hernández hizo un agarroncito en el pantalón a Roger, deberían partir las quejas del Sporting. La acción existió y no se puede negar. El árbitro la vio, la juzgó y la condenó sin titubear. ¿Qué ocurre entonces? Que desde fuera resulta difícil justificar en esa sujeción la consecuencia última. Curiosamente, el que menos se indignó fue el expulsado, que enseguida agachó la cabeza, asumiendo culpas. La primera amarilla se la había comido en los tumultos del descanso, surgidos tras un feo de Cases.

El caso es que el lateral, al que no ayudó tampoco Iván Hernández, que llegaba por detrás cual tren de mercancías, se tuvo que ir y el Zaragoza se apresuró a empatar. Estaba montada en la grada de El Molinón, más dispuesta a atender a trifulcas que a razones. La tensión había nacido mucho antes, en esa maniobra en la que Nacho Cases debió ser expulsado, lo que desencadenó los reproches que continuaron en empujones y acabaron en guantazos al intermedio.

A eso se podría agarrar el Zaragoza. El '10' del Sporting anduvo todo el partido en el alambre, con una sobreexcitación que solo podía conducirle a un sitio. Extrañamente, Sandoval lo aguantó en el campo en todos sus cambios, hasta que cayó en el minuto 83 en la jugada del penalti a Víctor. Esa acción, que acabó en nada, también la protestaron los sportinguistas, que dijeron no ver ese derribo que al otro lado se entendió incuestionable.

Los rojiblancos, lógicamente, obviaron entonces que su hombre debía haberse marchado a la ducha mucho antes, que ya no debía estar ahí para intentar frenar al delantero rival. Nada pudieron decir de la segunda expulsión del partido, la de Iván Hernández, que se ganó a pulso las dos tarjetas. Este central, cargado de sinrazón, sí que protestó su acción violenta sobre Montañés, excitó a las masas y preparó la atmósfera calcinante del final. Por cierto que en la batalla poco se habló del más brusco, del violento Bernardo, un central a la antigua usanza que afrenta en cada entrada, que busca siempre carne, que reparte por costumbre. Se fue con una cartulina, aunque de eso en Gijón no se quejaron. Para estos casos, ya se sabe, mejor echarle la culpa al árbitro que a tus impetuosos jugadores.