Habrá quien valore el empate en el Santiago Bernabéu como una hazaña, un acontecimiento poco menos que épico, un resultado sobresaliente frente a un rival que no ha perdido un solo encuentro en casa durante esta temporada. El punto, sin embargo, tiene la forma de esas cajas de bombones suizos que, al abrirlas ansioso el glotón, no tiene nada en el fondo. La igualada dejó una profunda huella de insatisfacción, de trabajo a medio hacer. Otra cosa bien diferente es el juego que desplegó el equipo aragonés frente al, mientras no se demuestre lo contrario, mejor equipo del mundo. En ese sentido su comportamiento fue casi siempre mayor al de un rival que echó de menos a Ronaldo y a Raúl, lesionados, y que dosificó de salida a Helguera y a Figo.

El Real Zaragoza empató en el lugar más hostil del campeonato. La impresión es de que ganó por fútbol y de que perdió la ocasión de llevarse todo el botín por una irritante ingenuidad en ataque. Suyas fueron las mejores ocasiones, dos de ellas clamorosas, y las acciones de combinación alcanzaron instantes notables frente a un Madrid indiferente a su liderato, como si el encuentro no fuera con él, exponiendo un exagerado perfil de vedetismo vago. Tanto tiempo colgado de las estrellas no es saludable, y el conjunto de Víctor Muñoz le propuso un pulso en la tierra, donde más incómodo se sienten los blancos.

UN RIVAL MENTIROSO Lo terrible de este enemigo es que muchas veces miente como un bellaco aun sin saberlo. Está sesteando bajo la sombra de la amenaza del adversario y, de repente, lo tumba con un soplido de genialidad. Después, si le apetece, lo descuartiza y se lo merienda. Así marcó Portillo, en un despiste aéreo --por enésima vez-- de todo el sistema defensivo zaragocista. Le dieron un metro a Juanfran para que centrara y pareció que se le había concedido un continente.

No entró en la sala del psicoanalista el Real Zaragoza por ese golpe. Sereno, eficaz e inteligente, le pagó con la misma moneda cinco minutos después del tanto. Un córner botado por Cani fue a la cabeza de Toledo, quien picó la pelota abajo, inalcanzable para Casillas y Salgado, dos de los habituales salvadores del Madrid en este tipo de acciones. A esa hora (m.32), Movilla tenía más jerarquía que Zidane, Cuartero era insuperable para Solari, Milito descosía a Portillo, Galletti desenchufaba a Roberto Carlos y Villa movía a Pavón igual que a una peonza mareada. Casillas, no obstante, hacía yoga, igual que Láinez, ambos viviendo el choque con absoluta placidez.

Queiroz puso en escena a Figo para despertar al oso blanco, lento y nada inquietante. Savio había entrado por Dani tras el descanso, y Drulic ocupó el lugar de un Cani superado por el escenario. El Real Zaragoza, siempre girando alrededor de la órbita de Movilla y con Savio tocando la pelota como los ángeles, descolocó al Madrid, poco acostumbrado a que le traten con tanta insolencia. Cuartero, sensacional, y Galletti abrieron una agujero por la derecha. El argentino se coló en una ocasión en el área madridista, solo ante Casillas, con todo a favor. Una vieja escena que acabó como siempre: al Huesito , con Villa esperando el pase de la muerte, se le nubló la mente, y el portero le arrebató el balón. Poco después, Drulic repitió con mucho más criterio que su compañero, pero su lanzamiento se fue al poste. Mereció la victoria el Zaragoza aunque no se la ganó. Al menos que le sirva de lección para la final del miércoles, un partido prohibido para los inocentes.