Si Agapito Iglesias hubiera pensado por un momento y de forma verdadera en el bien del Real Zaragoza, en su pasado, en su presente y en su intrigante futuro, hace ya tiempo que hubiera vendido su paquete accionarial. Hace tiempo, años, cuando empezó a perder el norte en la gestión y hace tiempo, semanas, ya en esta última fase de negociaciones en la que está enfrascado y en la que tiene a la SAD metida en una peligrosísima cuenta atrás. De momento, a 2 de junio, el Real Zaragoza continúa siendo de su propiedad. Y el club, lo que originariamente fue un simple equipo de fútbol y que ahora se ha convertido en una enmarañada trama de intereses y de sociedades, cada día pende de un hilo más fino que amenaza con romperse como alguien no ponga remedio pronto.

Montañas y montañas de deudas por saldar, a corto, medio y largo plazo, necesidades imperiosas de renegociar pagos pendientes con exfutbolistas, otros imposibles de solucionar y de obligado cumplimiento a la vuelta de la esquina, un equipo quebrado socialmente, dividido y enfrentado, y una planificación deportiva completa por hacer con premura para intentar de nuevo el ascenso a Primera, la única tabla de salvación económica verdadera.

Ni en ese escenario tétrico, sombrío, macabro, con ultimátums siniestros incluso para la pervivencia del club, es capaz Agapito Iglesias de tener piedad ni misericordia con la historia. El empresario soriano continúa alargando la agonía, jugando sus cartas de forma absolutamente individual y sin ningún miramiento colectivo, presionando desde su posición, demorándose, dejando correr las hojas del calendario y coqueteando con el riesgo. Un auténtico experto del funambulismo, colgado de un alambre con el Real Zaragoza entre las manos.