En el fútbol, en el deporte profesional en general, hemos alcanzado un punto de no retorno. Tenemos suficiente información, documentada y publicada, de que la corrupción acompaña desde el principio de los tiempos a un sector de la sociedad que promueve como ninguno la pureza, la honestidad, el juego limpio en definitiva. Por eso duele todavía, y mucho, cualquier sospecha o confirmación de amaño. Primero porque las pruebas no suelen coger cuerpo jurídico en su magnánima permisividad y, lo más importante, porque cuando lo hacen a cuentagotas convierten al héroe en villano y hieren de muerte al ruiseñor que todo aficionado lleva dentro.

No hay retorno, no. O seguimos corriendo el habitual tupido velo de mierda sobre la porquería o se afronta el problema sin miedos, dispuestos a enormes sacrificios emocionales con el objetivo de depurar responsabilidades. Deportistas, dirigentes, entrenadores, colegiados y periodistas conocen el rostro de las mafias, algunos muy de cerca incluso por familiriaridad, pero ninguno disponemos del valor suficiente para facilitar con todas las consecuencias el nombre y los apellidos de esas sombras que al final son tan nuestras. Protegiendo lo que consideramos propio sin percatarnos de que ni un gramo de la pintura del área nos pertenece. Como diría Jaume Perich, "cuando el monte se quema, algo suyo se quema señor conde".

La insistencia de la Fiscalía Especial Contra la Corrupción y la Criminalidad Organizada en reunir pruebas sobre un presunto arreglo en el partido Levante-Real Zaragoza de la temporada 2011, ha dejado a muy expuestos a jugadores y directivos, con Agapito Iglesias situado en el eje la conspiración. La indefensión del zaragocismo es mayúscula frente a las consecuencias deportivas y penales en la caso de que las pruebas sean hechos. Y ya ha salido a escena el comprensible planteamiento defensivo de recomendar a las autoridades que agiten los trapos sucios de todo el mundo, no solo los que pudieran afectar al equipo de los amores.

No cabe la menor duda de que el virus afecta a todos los estamentos, que es prácticamente imposible distinguir un alma blanca en este infierno. La AFE, la LFP, la RFEF y sus Comités, el Comité de Árbitros miran para otra parte con ese discurso fariseo de incondicional colaboración. Bajo las alfombras de sus salones, sin embargo, los chinches se aparean con las cucarachas en la bacanal sin freno de la ruina económica, del reparto desigual de los beneficios y de la pérdida los valores más esenciales.

El deporte, el fútbol en este caso, es uno de los grandes focos de la corrupción de menores por su capacidad para explotar la inocencia de sus feligreses. La afición, el fiel seguidor, la parcela formativa de cada club son algo más que conceptos. Hablamos de un sentimiento de carne y hueso que aglutina a gente que no acepta la victoria a cualquier precio, a personas de todas las edades que observan el incendio pero que no creen ni por asomo que los suyos lo hayan provocado.

Juraría ante los tribunales como testigo de primera línea que aquel 21 de mayo del 2011, la hinchada que acudió a Valencia en un desplazamiento sin parangón en la Liga hubiese dado la vida por avalar la honradez de la plantilla. Desde el abonado recién nacido hasta al socio más veterano fueron a ese encuentro con un nudo en la garganta, angustiados por el posible descenso. Era una final, un gran momento para demostrar la fidelidad a los ídolos, para estar a su lado en un instante tan delicado. El triunfo dio paso a un mar de lágrimas, de felicidad, de alegría desenfrenada. Todo en la grada era verdad. Si tuviera que dar un euro por la certeza del resultado, lo dejaría en el bolsillo.

Si Anticorrupción considera que debe actuar, que se haga justicia por ellos que son la quintaesencia del deporte. Que los culpables, si se quieren localizar y señalar (es tan sencillo, verdad señor conde) paguen sus mentiras como dicta la ley. Se teme que el Real Zaragoza salga perjudicado como único conejillo de Indias de una operación que busca ejemplarizar más que generalizar. Quizás la perspectiva sea otra: el orgullo de pertenecer a una institución que no consiente la falsedad con sus incondicionales, que los respeta hasta las últimas consecuencias. Otro motivo, como si fueran necesarios más, para dar la vida por un club inmaculado por la gracia de su afición.