Madrid, convertida en capital del fútbol mundial en esa cita ineludible que representa cada año la final de la Champions League, se silenció a media mañana cuando trascendió la tristísima noticia de la muerte de José Antonio Reyes. Por un momento, el jolgorio de las terrazas y los cánticos regados de cerveza se apagaron en el terrible hielo que se apoderó de todos nuestros cuerpos incluso a más de treinta grados de temperatura.

Nos quedamos desconcertados porque se suponía que estábamos celebrando la fiesta anual del balompié europeo, pero uno de sus representantes más populares, uno de aquellos jugadores que cautivaba los sentidos por su efervescencia, atrevimiento, improvisación y desenfreno, se acababa de ir para siempre. ¿Qué sentido tenía seguir hablando de si jugaría Kane, de si ganaría fácil el Liverpool o de si nunca te puedes fiar de un equipo de Pochettino?

Reyes fue un jugador cultural. Porque representó a su tierra y a su alegría, porque encarnó el sentido festivo del fútbol, porque entretuvo de manera despreocupada, porque jugó como se jugaba en la calle y porque su comportamiento en el campo nunca fue impostado, sino que bebía de la tradición del niño que se divertía con dos regates, una carrera y una pisadita de zurda. Es por eso que su desaparición nos ha conmovido a todos, a los hinchas de sus clubs y a los simples aficionados al fútbol. Reyes no formó parte de la selección española que levantó tres títulos, pero pertenece a la generación que dibujó un ecosistema sin el que aquellos éxitos no pueden entenderse.

Incluso en el tramo final de su carrera se aprecia esa devoción por el balón. Fichó por el Córdoba y por el Extremadura. Por equipos que peleaban por no descender a Segunda B. Cuando se han frecuentado los vestuarios más glamourosos y se han disputado los partidos que todo el mundo ve -por ejemplo París, en 2006, ese Arsenal-Barça que en su día también fue fiesta anual del fútbol mundial-, no es habitual que apetezca apurar las últimas carreras intentando esquivar pozos y fango. Pero allí había una pelota, y rivales a los que regatear, y partidos que ganar. Reyes era jugador porque le gustaba jugar.

También futbolista universal. Su muerte se convirtió enseguida en la noticia de portada en medios deportivos de todo el mundo. En el Guardian, periódico inglés, incluso superó en visitas a la previa de la final entre el Tottenham y el Liverpool. Las secciones de comentarios en la Gazzetta o L’Équipe, países en los que nunca jugó, se llenaron de mensajes de aficionados que manifestaban su tristeza porque, simplemente, adoraban verle jugar.

¿Y no es también eso, el fútbol? ¿Enamorarse del que gambetea, del que encandila con su porte y su carrera, del que la para con suavidad y luego acelera? Amar al bueno más allá de las camisetas, querer ver partidos suyos porque es bonito, estético y artístico. Reyes ha sido puro fútbol.