Víctor Muñoz tenía razón al quejarse, pese a la victoria de su equipo, de que resulta poco decente para el espectador jugar al fútbol en medio del mar muerto en que se convirtió La Romareda por causa de la lluvia, que cayó con la insistencia del diluvio y la ira de la plaga. El agua se adueñó de la hierba e impuso la dictadura del pelotazo ante la imposibilidad de utilizar cualquier otro argumento. No hubo margen para el espectáculo en el sentido más purista de la palabra. Primó el cuádriceps desarrollado, el pulmón de acero y el puntapié. Sin embargo, los caminos ---o los charcos-- del Señor son inescrutables, y al final mereció la pena nadar contracorriente para disfrutar del gol de Generelo, un enorme tanto que supuso la remontada y el triunfo y que permite al Zaragoza acudir a Brujas con la tranquilidad de saber que el empate le vale para seguir remando en Europa.

El centrocampista apareció en escena no sin cierta polémica porque Movilla, a quien sustituyó, figuraba entre los destacados. Pocos entendieron el relevo de El Pelado , posiblemente ni el mismo Víctor Muñoz, quien lleva tiempo desenchufado a la hora de elegir bien los recambios. Pero David, como había hecho también contra el Sigma, marcó el gol de su vida, el que da vida a sus compañeros tras un nefasto mes de noviembre. Una pelota cayó del cielo mojada de púrpura y Generelo, desde fuera del área, la empaló con violencia y precisión en dirección a la escuadra de Kernozenko. Semejante diseño y ejecución merecía el escenario de una final. Entonces hubiera sido el gol del siglo. En ese infame teatro de futbolistas con la cara pintada de barro y agotados por el esfuerzo se quedó en... el gol del siglo.

Sólo lo vieron los pocos que acudieron al campo. No habrá imagen, por mucho que se repita en las televisiones, que recoja la auténtica dimensión del disparo del zaragocista. Lo contarán futuras generaciones y los niños se acostarán soñando con repetir la leyenda, con encontrar, como hizo Generelo en una noche cerrada, el tesoro del pantano. Todos los apóstoles corrieron hacia el mesías para celebrar el milagro, y levitaron de felicidad sobre las aguas que antes fueron turbulentas.

El partido, mucho antes de esa bonita historia, se torció como siempre para el Real Zaragoza, por el pescuezo. Le atacó de nuevo la tortícolis en el juego aéreo y un balón colgado en el minuto 2 sobre su área fue rematado sin oposición por Yezereskyy. Fue como si el equipo aragonés se hubiera tirado de cabeza y con una chuleta de buey atada a la cintura a una bañera infestada de cocodrilos y caimanes. El Dnipro entendió pronto y bien el guión, que exigía poco toque y desplazamiento en largo, alto o ancho. La escuadra de Víctor tardó en comprender el lenguaje necesario para avanzar en semejante lodazal. El gol de Savio, inmediato (m.9) y de falta directa, ayudó a descartar las sutilezas: la pelota dejó de ser un Ferrero Rocher para transformarse en un objeto que flotaba sin destino ni dueño y por el que había que luchar a muerte para alejarlo de Luis García, para acercarlo sin transiciones al área rival.

La lesión de Villa hizo temer lo peor para un Zaragoza que navega sin brújula ofensiva cuando el delantero no está. Soriano tomó el relevo en una posición adelantada y el centrocampista, todo pundonor, fuerza e insistencia, fue la proa de un conjunto más aguerrido, con un perfil más adecuado para lo que pedía el encuentro. Movilla y Savio avisaron con dos disparos al larguero del Dnipro, encallado en su ya pesada estructura. A la hora de los gigantes, Generelo emergió como un submarino atómico, compacto, impresionante. Avisó con un par de lanzamientos lejanos, y su tercer misil acertó en la diana. Al público se le hizo la boca agua por ser testigo de esa maravilla, de ese tesoro que es el gol soñado.