En ocho meses, seguramente los más espeluznantes de su carrera deportiva, Paco Herrera ha vivido ya dos situaciones lo suficientemente límites para ser despedido. La primera, en noviembre, después de aquella derrota en Jaén. La segunda, la de estos días de locos, con el máximo accionista haciendo el paseíllo por los juzgados, el anheladísimo cambio de la propiedad de la SAD en una fase por fin definitiva, el equipo cayéndose por el precipicio de la impotencia, la afición harta de todos y de todo, los jugadores reducidos a soldaditos sin galones en medio de un campo de batalla que les supera y el entrenador perdido en el infinito de sus incomprensibles decisiones.

De aquel primer brete, Herrera salió airoso y de este segundo saldrá también indemne. Nada ha cambiado en el Real Zaragoza en el último año, si acaso ha empeorado financieramente, desde que el club decidiera mantener en el cargo a Manolo Jiménez en una situación casi calcada: de destitución de libro. Aquel Real Zaragoza ya era débil desde el punto de vista económico. Este de hoy, que sufre cada mes para abonar las nóminas, al que cualquier obligación de pago inesperada le hace temblar de terror, todavía lo es mucho más.

Así que si no hay para la luz, tampoco va a haber para el despido del técnico. Herrera es víctima y culpable. Víctima de una situación caótica, imposible de gobernar, y culpable de no haber estado a la altura. Su gran desgracia es su plataforma de salvación. Ha tenido mala suerte de caer en un Zaragoza así y buena fortuna por justamente lo mismo. En otro sitio ya estaría destituido.