No se le habrá pasado por la cabeza irse, seguramente porque espera que, como recompensa a los servicios prestados y sufridos, el club le reserve un lugar distinguido en los despachos principales. También porque abandonar al equipo en estas circunstancias no parece una decisión elegante ni va con su personalidad. Víctor Fernández, sin embargo, podría hacer el gran servicio de su vida al Real Zaragoza presentando su dimisión no como producto de un desvanecimiento profesional, sino como rotundo gesto testimonial frente a una farsa insostenible ni tan siquiera con su figura icónica. Si se fuera sin ruido, nadie le señalaría ni le acusaría porque cuenta con el respeto y la admiración de la mayoría de los aficionados, de quienes vivieron con él la era dorada de principio de los noventa, y de aquellos, los más jóvenes, que le idolatran como parte capital de una hermosa leyenda.

Esa onda expansiva de una hipotética y en nada probable marcha del técnico levantaría muchas alfombras con no poca roña bajo falsas promesas. Supondría la confirmación de que este Zaragoza carece de futuro siguiendo un patrón de austeridad que no disimula lo más mínimo la incapacidad de sus dirigentes para encontrar inyecciones económicas que se sumen a la aportación de sus bolsillos y para localizar personas más competentes en la consejería deportiva, aspecto que les supera por completo. La derrota en Mallorca, la cuarta en los seis últimos encuentros, fue otra confirmación de que el problema nunca ha estado en el banquillo, sino en la arquitectura de una plantilla que cada temporada se devalúa con estrépito y que ahora manda al frente a los canteranos como germen de un porvenir mejor. La desvergüenza en su esplendor. El conjunto aragonés se salvará o descenderá con o sin Víctor. Fue influyente por su aureola. Hoy en día está en la lista de las víctimas.

No es de recibo verle descompuesto en la banda, como alguien que no comprende nada, incapaz de que le entiendan porque habla otro idioma. Como tampoco lo es afrontar un encuentro de estas características con chicos como Delmás y Nieto expuestos a una exigencia competitiva que les supera y retrata porque, pese a su entusiasmo y entrega, ni están maduros ni cuentan con la compañía adecuada para progresar. Alrededor de los laterales no crece la hierba, devastada en el jardín de un Cristian Álvarez que en esta ocasión no pudo obrar un nuevo milagro. El Real Zaragoza no domina las áreas, se volvió a escuchar en Son Moix. Es de chiste esta cantinela que suena casi cada fin de semana para justificar un fútbol previsible, chato, aburrido y que se vanagloria de ser propietario de la nada, de los tiempos muertos, de las circulaciones vacías, de los pases perezosos en verticalidad y ciegos de precisión.

No dominar las áreas, en este deporte, se traduce como fracaso. Si el Real Zaragoza está luchando por la permanencia es porque falla atrás en lo fundamental y en lo rutinario y porque al llegar arriba se desmaya de pura inocencia (dos goles en seis citas). Además, su caja de cambios en el viaje de ida y en el de repliegue cruje por falta de velocidades. ¿Las lesiones? Influyen, por su puesto, aunque esa epidemia visita la casa de casi todos y no se escuchan tantos lamentos. Por otra parte cuando se ficha no solo se contrata calidad futbolística, sino también física. Nada es casual.

El castigo de esta jornada, el más cruel del curso actual, pudo ser menor y mayor. Guitián pidió perdón a los seguidores "porque no se merecen el partido que hemos hecho", dijo en un lúcido análisis de lo ocurrido. Víctor Fernández quiso proteger al vestuario con una lectura desenfocada de los acontecimientos y proponiendo una mirada valiente hacia el próximo compromiso sin mirar atrás. No va abandonar el barco, pero seguir con esa misión mesiánica ni le favorece a él ni al club, encallado en una gestión de proyectos descabezados que se refugia puntualmente y con alevosía en personajes queridos por el público para desviar la atención, para correr un tupido velo traspasado ya por la luz de la verdad. Ni Copa ni Recopa ni cargo de agradecimiento para trabajar en un futuro inexistente en este ecosistema de empobrecimiento. Su gran legado sería irse de inmediato para desvestir de disfraces y caretas a un club impostor, sin vínculo alguno con el que triunfó y fue feliz.