Paco Herrera había prometido no introducir en sus declaraciones temas ajenos a los deportivos. Salpicado el equipo por los asuntos turbios de Agapito Iglesias y las deudas impagadas, los casos de Movilla y Paredes y la guerra que mantiene abierta con la troupe de Jesús García Pitarch desde que aterrizara en el club, el entrenador optó hace diez días por establecer un marco de actuación estrictamente reservado al fútbol y sus consecuencias. No ha tardado demasiado en salirse del guión. El sábado, preguntado por su incierto futuro y si el empate en Huelva ampliaba su crédito en el cargo, el técnico regresó al púlpito de los truenos: ""Si no les gusta mi trabajo o no están convencidos, pues que me echen", soltó Herrera. Más madera, como le gusta decir al entrenador catalán cada vez que se han sucedido acontecimientos incontrolables, anárquicos o caprichosos en una ridícula obra teatral trufada de personajes que no han dado la talla durante toda la temporada.

A falta del último cuarto de la competición y con el Real Zaragoza luchando por el ascenso como un vulgar aspirante pese a tener el segundo mayor presupuesto de la categoría --el Eibar es líder con el más pequeño--, cada uno ha quedado en su sitio, la mayoría seducida hasta el éxtasis por el ego político y el narcisismo económico. Herrera también ocupa un lugar de privilegio en la bacanal del caos. Se ganó todo tipo de alabanzas, por lo general entroncadas a una personalidad amable y un carácter próximo, de buen pastor con el sermón adecuado para cada oveja del rebaño. Pocos no se tragaron ese anzuelo de hombre que no ha matado una mosca, que no ha roto un plato en su vida. Daban ganas de abrazarle, tan familiar, entrañable y dispuesto a la conversación natural, a la charla de taberna. Hoy muchos de los que le siguieron a ciegas tiran del nudo de la soga y con razón.

Los clavos para otros

El técnico no ha desaprovechado la ocasión para justificar su cuota de fracaso con sutil delicadeza. Siempre situándose a pie de cruz como culpable, los clavos, sin embargo, los ha repartido a manos llenas. Su hipotético desconocimiento de la situación real del club, la soledad vivida, su amago de huir en verano, las lesiones y bajas de futbolistas para él imprescindibles... Nunca ha logrado imprimir un sello, el que sea, al equipo; se congratuló de que con César Arzo era suficiente para subir; soltó arengas prefabricadas para aparentar dureza cuando se le tachaba de blando; tragó con la imposición de sacar a Paredes de una citación y en insistir en la alineación con jugadores en un estado de forma pésimo...

Se siente fuerte, asegura, lo suficiente para retar a Pitarch a que proceda a la destitución al mismo tiempo que, incongruente, ratifica estar capacitado para lograr el ascenso. Sabe muy bien que no está el horno para pagar su despido ni Agapito Iglesias demasiado preocupado en situar el relevo de entrenador entre sus prioridades vitales. Con cara de mosquita muerta y una excusa a mano, está muy vivo el señor Paco.