Desde el 2007, pasado aquel falso efecto de efervescencia inicial que la gran mayoría saludó como a Mr. Marshall, el Real Zaragoza se ha convertido en una máquina trituradora a la que nada ni nadie escapa. Ya lo era en el 2008, y en el 2009, y en el 2010, cuando en la ciudad el quorum sobre la capacidad destructiva del sujeto ya era casi unánime, salvo para quien lo seguía viendo con un pan bajo el brazo, que los había. Ahora en el 2014, aún más desastres mediante, la tenebrosa obra de Agapito Iglesias ha alcanzado una perfección, maldita perfección, siniestra.

Hasta llegar al punto en el que nos encontramos, con el Real Zaragoza dos puntos por encima del descenso a Segunda B a mitad de marzo, este proyecto maquiavélico se ha cargado a entrenadores buenos, regulares y hasta a varios que ya eran malos cuando los ficharon. Con los futbolistas la situación ha sido calcada. No todos los que han desfilado por La Romareda en estas siete temporadas eran despojos, aunque la gran mayoría lo pareciera. El influjo de Agapito los ha hecho peores a todos, a unos más y a otros menos, pero a todos los ha empeorado. Muchos de ellos, algunos entrenadores de cierto éxito ahora mismo en Primera, y otros jugadores de cierto nivel y potencial, hubieran triunfado en otro escenario más cuerdo.

Herrera ha respirado el mismo ambiente podrido que sus predecesores. Solo ese escenario putrefacto ya produce una merma en el rendimiento. Lo que ocurre es que lo que ha acontecido después, sus desbarajustes, su capacidad infinita para empequeñecer a todos sus jugadores al mismo tiempo, ha superado cualquier expectativa negativa. El derrumbe de ayer fue vergonzoso. Un bochorno. Herrera se perderá en la memoria como un técnico malo. Malo por el efecto Agapito. Y malo sin él. Malo de solemnidad.