Por mucho que incidan los publicistas de la movida televisiva en alabar la Segunda División como una categoría espectacular, competida y de una gran equilibrio de fuerzas, lo cierto es que, por lo general, resulta un tostón considerable, una concatenación de encuentros sin sal que se edulcoran con errores fastuosos. Un submundo de futbolistas de vuelta o de ida a ninguna parte que además de no asegurar el entretenimiento son intachables representantes de la irregularidad. El Real Zaragoza, a la busca y captura de tres piezas que completen la plantilla, ha ido descubriendo que muy pocos pueden alzarse por encima de su modestia, y así ha acampado en la tercera plaza, a la espera de contar de una vez con las suficientes energías para quedarse en los puestos más próximos a la cumbre y afrontar el ascenso por una de las dos vías abiertas. No es un equipo brillante ni falta que le está haciendo, pero explota sus virtudes con una resplandeciente convicción. Contra el Sporting disparó primero y disparó dos veces porque el equipo de Djukic jamás reaccionó con juego al madrugador tanto de Guti. Suficiente con ser el más rápido y el más listo del oeste. Después llega Suárez por alguno de los puntos cardinales despejados y te remata. E finito.

Existen otros clubes con mayor potencial económico y profesionales de gruesa corteza, pero el Real Zaragoza ha reducido esas distancias y ha aumentado la confianza en el descubrimiento de que posee algo diferente para desmarcarse de la vulgaridad, para parecer mejor de lo que es y para serlo en definitiva. En un torneo chato y sembrado de complejos y miedos, el conjunto aragonés cuenta con un racimo de talentos en su apañado jardín. Luis Suárez es uno de ellos si no el más floreciente, un delantero que a medio gas incendia un partido. Luego, o antes, según al gusto del consumidor, está Guti. El zaragozano, por completo ya en la onda de Soro, asume los partidos con todo tipo de galones en la pechera. En lugar de pesarle esa responsabilidad, va sumando medallas con un despliegue físico y una simetría de decisiones que hacen del centro del campo su finca particular.

El mediocampista (más bien entero) y el atacante llevan un tiempo despuntando por su trascendencia en los acontecimientos. El resto se han convertido en apóstoles que caminan por las aguas si ellos lo ordenan. Pero el Real Zaragoza ha recuperado a otro par de mesías para seguir insubordinándose al destino. Vigaray ha devuelto a los raíles del lateral derecho su tren de poderosa y larga travesía, y además si sus compañeros descarrilan por el centro, se presenta como un tanque al rescate. De Cristian Álvarez queda poco por decir. Es mejor verle. Venía de un periodo de ayuno por lesión y ejecutó tres paradas formidables cuando más sordo era el latido del Real Zaragoza, cuando se hizo muy mortal, cuando fue uno más en esta categoría antipática. Uno más que no deja indiferente por algunas de sus espectaculares individualidades. El je ne sais quoi