El pillo en el fútbol siempre ha sido una figura muy bien valorada. El pícaro, el astuto, el jugador con esa habilidad de barrio para sacar ventaja de las situaciones de enredo y llevarse el gato al agua. Sin embargo, el paso del tiempo ha provocado la perversión parcial de esa figura. La exageración de Jony cuando nota que la mano de Fernández le toca en el pecho en carrera, en ningún caso para derribarle y menos para sentirse objeto de una agresión, es el último ejemplo de que el arte de la desproporción tiene premio, cuando lo que debería tener es justo lo contrario: castigo. Jony exageró y el árbitro entró a su engaño como un toro embiste una muleta.

Esa acción, como cientos que suceden a lo largo de un año, es una muestra manifiesta de falta de fair play y de respeto por los códigos de buena conducta. El fin, la victoria, no debería justificar cualquier medio. Esta vez el Zaragoza fue perjudicado y el Sporting sacó rédito de una expulsión tan exagerada como la actuación del jugador presuntamente agredido. Deberían haber sido sus mismos compañeros, y a posteriori el propio gremio, los que le hubieran reprochado a Jony su exceso de teatralidad. Este es un problema de los jugadores que sufren ellos mismos y que ellos deberían también erradicar censurando al tramposo. En su mano está. Si siguen mirando para otro lado, esperando beneficiarse un día de lo mismo que otro padecen, el sistema tendría que endurecerse con sanciones serias que penalicen esa antideportividad. Que el pillo sobreviva. Pero el pillo. No estos.