Son aquellos momentos malos los que dan sentido al fútbol. Sin ellos jamás podríamos entender el auténtico valor de la felicidad, puesto que la vida no solo va de triunfos; las derrotas también enseñan a amar. Este es un deporte puñetero, no es benevolente, tampoco entiende de justicia. El fútbol no tuvo piedad con una afición repleta de heridas. Algunos más veteranos lucen sin reparos todos los cardenales que el balompié ha dejado en su piel.

Durante el recibimiento al equipo se sintió en voz alta. Una marea blanquiazul que engullía el autobús de la esperanza. Camino de La Romareda, eterna puerta al cielo. Nadie se rindió ni un instante. Se creyó hasta el último aliento. Sobre todo los más pequeños, aquellos que casi no han disfrutado de un Real Zaragoza en Primera. Fieles penitentes por la categoría de plata que animan con curiosidad, pensando que quizás el mañana sea aún más prometedor. Estas personas se han enamorado de su equipo en los malos momentos y ante eso no hay nada que puedan hacer. Han recibido un flechazo que será eterno.

La Romareda fue el patio de recreo de los soñadores. Punto de encuentro de tantas ilusiones, procedentes de puntos geográficos repartidos por todo el planeta. Esas ganas se plasmaron sobre el lienzo. Cuando Nacho dio al palo en la primera parte ahí estaban. El volcán entró en erupción. Incluso cuando el Zaragoza falló y falló ante la meta de un Aitor Fernández iluminado por alguna fuerza divina. La pelota no quiso entrar. Cuando la incredulidad por la situación era absoluta llegó el bofetón. El gol de Íñigo Pérez. Era inconcebible.

Acto seguido rugió el campo. Había tiempo. Mikel González marcó ese gol que señalaba al maldito fútbol y le decía «fastidiate, la metí». Pero cuando a este deporte le da por ser puñetero, lo es de verdad.

El inicio del amor

No pudo haber un final más cruel y despiadado. El que nadie merecía. Gol en contra en el minuto 90. La forma más inhumana para bajar el telón. Todo se había acabado. En ese mismo instante pasaron todas las vivencias de este año; las decepciones, alegrías, recibimientos y esa alta capacidad para sobreponerse a todas las penurias. Meses de sueños pomposos que se pinchaban en una acción que será recordada.

Aquel penalti a Papunashvili no señalado en Los Pajaritos, las innumerables ocasiones falladas que podían haber sentado una goleada de escándalo... Ya solo son un simple recuerdo del pasado. Sin embargo, estas derrotas también hacen grande al Real Zaragoza. Este equipo no sería lo que es sin aquellos momentos de desazón. El descenso en Villarreal, la final perdida contra el Espanyol, el gol de Araújo en Las Palmas y, ahora, el cabezazo de Diamanka. Se suma una cicatriz más. El llanto desconsolado de Delmás y Lasure, el sofoco de Borja Iglesias sobre el hombro de Zapater. Una reacción humana, de gente que ama el equipo.

A la salida del estadio se fundieron las lágrimas con la injusta lluvia que hizo aún más abusiva la penitencia de los seguidores del león. En un porche se resguardaron un buen grupo de aficionados, todos ellos abatidos. Un padre abrazó con compasión a su hijo. Le enseñó al pequeño una lección vital. No todo son triunfos, la derrota es parte del juego. El niño captó el mensaje desde el primer instante. Mientras tomó su bufanda, miró a su padre y le dijo: «Papá, yo soy más zaragocista ahora que antes». Unas lágrimas eternas.