La temporada venía tan torcida casi desde el principio que bien pronto pareció que las miserias comunes del fútbol iban a empujarle al banquillo del primer equipo. Su nombre comenzó a sonar hace más de un año, todavía en la campaña pasada, cuando el exguardameta no se quería ni imaginar que el momento estaba tan cerca. La deriva actual lo pudo dejar mucho antes en este sitio, pero los enredos con Juliá, el mercado de invierno o aquel resultado en El Alcoraz aplazaron la verdad. Después, en el club se pensó que era mejor esperar a otro proyecto en verano. No hubo manera. Láinez parecía predestinado a ser el entrenador del Real Zaragoza. Lo dice su veloz carrera en los banquillos, casi tan breve como la que tuvo como jugador, castigado por las lesiones de rodilla. Hace días que sabe que su nombre estaba encima de la mesa, los mismos que esperaba que no llegara este momento. César Láinez, de verdad, no quería esta oportunidad tan pronto. Hace semanas que entendió, no obstante, que no podría decir que no.

Láinez parte con una extraordinaria ventaja sobre los últimos entrenadores del equipo aragonés. Para empezar, es zaragozano. Conoce el club, entiende la ciudad, sabe cómo siente la afición y por dónde va la calle. Además, tiene la piel zaragocista. Excepto una cesión corta en el Villarreal, equipo con el que curiosamente debutó en Primera, toda su trayectoria ha estado ligada al mismo club. No ha conocido otros colores que el azul y el blanco. Más allá, ha sido futbolista profesional y conoce los códigos de un vestuario que puede llegar a hacerse imponente. En él se va a encontrar a dos grandes amigos, Zapater y Cani, con quienes ha mantenido largas charlas en las últimas semanas, las que le han servido para darle conciencia de hacia dónde iba su futuro, para conocer de primera mano qué hay en las tripas de ese vestuario, de este equipo desnortado que no encuentra los caminos para competir.

El técnico tiene claro que su trabajo tiene que ser básico. No puede, mucho menos a estas alturas, hacer probaturas en cuanto a sistemas y movimiento de futbolistas. Va a intentar la salvación del Zaragoza sobre tres o cuatro conceptos fundamentales que los jugadores asimilen rápido. Mensajes sencillos, directos, comprensibles. Pocas charlas largas y sesiones de vídeo justas. Es decir, romper el tubo de ensayos que, por momentos, fue el equipo con Agné, con algunas ideas descabelladas que lo dejaron marcado, como aquella de jugar con dos mediocentros defensivos -uno de ellos, Jesús Valentín, es de hecho central- y dejarlo todo a la supuesta velocidad de Ángel, Xumetra, Xiscu y compañía. Lo hizo dos veces, en Tenerife y Murcia. Perdió las dos.

Tiene poco tiempo. Necesita, sobre todo, resultados. Si llegan rápido, además, le permitirán sobrellevar con cierta calma el final de la temporada. Mientras tanto, tratará de inculcar en el vestuario sus pautas. Es un entrenador firme y exigente, que va a pedir responsabilidad y compromiso. Conoce perfectamente, además, a los futbolistas del filial, por no hablar de Ratón, portero que él mismo impulsó hacia el primer equipo. A partir de ahí, se trata de una persona noble, honesta. Le dijo Soláns el día que le anunció que dejaba el fútbol que se quedara, que eligiera el puesto que quisiera del club. No quiso ninguno. Soláns solo lo abrazó. Ese es César Láinez, la persona.