En estos días de frustración que han seguido a aquellos tan ilusionantes de principio de temporada, la figura de Lalo Arantegui se ha convertido en un retrato riguroso de lo que es exactamente el fútbol. Un sube y baja constante, una montaña de emociones y expectativas y un precipicio por el que caen los desengaños. Hace dos meses, el Real Zaragoza era un tiro; hoy parece que le hayan pegado un tiro de gracia. Hace unos meses, el director deportivo era dios para el aficionado; hoy es demonio para algunos de ellos, en ningún caso para la propia Sociedad Anónima, que escenificó el respaldo a su ejecutivo con una imagen simbólica para ser fotografiada.

Esto va y viene, viene y va, muchas veces por caminos inescrutables como el que ha traído el proyecto hasta este punto crítico. Por eso, Arantegui, que es valiente, puso ayer su pecho por delante para que se lo partiera el que quisiera, reconoció errores, asumió su responsabilidad, habló de la crisis y sus causas, del rombo y de que, si le place, no hay ningún problema en que Alcaraz juegue con diez centrales en Tarragona.

Un discurso serio porque estamos ante un buen orador y con una idea clara de lo que quiere. Pero al final palabras, buenas palabras pero palabras. Y todas las palabras están ya dichas en estos años. Palabras que se las llevará el viento si no hay hechos que las arraiguen por fin a la tierra.