Jorge Pombo se marchó del estadio del Extremadura con los ojos vidriosos. Acababa de hacer el gol que supuso el 0-3 para el Real Zaragoza y había roto una larguísima sequía de cinco meses sin marcar, toda una vuelta de difícil aceptación para un atacante que, entre otras cosas, vive de hacer goles. La temporada de Pombo empezó con unas perspectivas extraordinarias y un nivel de juego excelente, pero se torció a los pocos meses de su inicio y ha acabado siendo muy tormentosa. Líos por aquí, líos por allí, el interminable proceso de su renovación por el medio y una sucesión de hechos, propios y ajenos, que lo único que han conseguido ha sido mandar al limbo todas las buenas expectativas sobre su rendimiento personal.

El caso de Pombo es revelador y sirve de perfecto botón de muestra de cómo no hay que gestionar este tipo de situaciones por parte de un futbolista y por parte de un club. A lo largo de estos meses turbulentos, el canterano se ha confundido en algunas de sus acciones, como también lo hizo su entorno anterior. El Real Zaragoza no ha sido menos. La SAD echó más leña al fuego de un incendio que ha terminado ardiendo por todos sus costados.

Las consecuencias: bajo rendimiento del jugador, la pérdida de su titularidad incluso con Víctor Fernández, que lo había calificado como «una bomba» a su llegada, los pitos y la reprobación de La Romareda y un gran activo futbolístico desactivado. Nadie duda de qué tipo de sentimiento palpita en el corazón de Pombo. Nadie debe asustarse por lo que significa el profesionalismo: el dinero que uno paga o que otro quiere cobrar es parte fundamental del negocio. Pero el caso Pombo debe ser una lección para el futuro. Todos han estado mal y todo hubiera sido mejor de otra forma.