A ningún zaragocista que estaba ayer en La Romareda le cupo la menor duda de que los Magníficos eran los de arriba, los del palco, y que con los de abajo toca paciencia y comprensión en este supuesto periodo de transición, Hacienda mediante. No está el equipo para pensar en Lapetras o Villas, ni en Reijas o Violetas (habrá que ver hasta dónde llega el estupendo Vallejo). Por eso, aunque la gente se desgañitara al final con el gol del insólito Jaime Romero, la ovación de la jornada, la grande, sentida de corazón por algunos mayores de ojos arrasados, fue la inicial.

Es el Zaragoza bien otro al de los años 60, como pudieron comprobar en directo muchos Magníficos. Esto es fútbol de pico y pala, que se salta las transiciones siempre que puede, para no tejer ni gustarse. Cualquier balón parado es colgado al punto de penalti del rival, que habitualmente se dispone con cierta congoja cuando ve llegar a Rubén, Willian José, Bastón, Cabrera y Álamo, torres cercanas al 1,90 que alejan este fútbol de la fantasía magnífica de cinco decenios atrás en el mismo estadio.

Son otros tiempos, no cabe duda. Al Zaragoza antes se le pitaba por un mal pase y ahora se le aplaude un córner cualquiera. Es lo que toca. La gente ha vendido su alma al diablo con tal de poder olvidar a Agapito, que es mucho peor que el mismísimo satanás, visto está. Así que La Romareda se ha convertido en una especie de guardería en la que, si hay que reñir, se hace con dulzura. No vaya a ser que se estropee el cuento este que está montando Víctor Muñoz pasando por encima de sus detractores.

Ayer le tocó el turno a Rubén, que hizo un partido horrible, para qué engañarse. Una mala tarde, no más, aunque su reacción en el cambio, con estruendoso puñetazo al banquillo incluido, fue exageradísima. Ni que hablar tiene que en otra época se hubiese llevado una reprimenda morrocotuda, por no decir algo más grave. En tiempos de los Magníficos, por ejemplo, alguna que otra vez incluso se pasaba de la violencia verbal. En fin, que Rubén se cabreó como si de humillación se tratase, pero lo que la gente pensaba era que olé, que gran cambio. Hecho con dos narices, todo sea dicho. Algunos otros, por no decir muchos, no se hubiesen atrevido.

Y salió Vallejo, que mejoró al veterano. El chaval tiene sitio. Y si no lo tiene, hay que buscárselo. No posee la experiencia de Rubén, solo faltaba, pero muestra más energía, contundencia y velocidad. Y es muy listo en el campo, algo anormal en este fútbol robótico de hoy. Va camino de ser un central único, uno entre un millón. Que no se tenga que correr con él tampoco debe significar que haya que frenar.

En el cambio se coló Jaime, al tiempo que Álamo se escabullía de otra pitada. Por ahí cabe otra alteración en el once que debe contribuir a alterar la dinámica de este Zaragoza de obreros que tiene dos valores magníficos: el trabajo y la fe.