Recelen de esta crónica. No les enseñará nada que no sepan. Confirmarán por escrito sus temores y leerán que su equipo está en serio peligro. Desconfíen del análisis futbolístico de un empate que no va a ningún sitio. Bueno sí, a donde ustedes y yo sabemos. A Segunda B. Hacia ahí, al infierno, deambula inerte un Zaragoza que da tan miedo como tiene. Si esto es lo que hay y con esto hay que tirar, la única vía posible es levantar la cabeza para mirar al cielo, juntar las manos y encomendarse a la de siempre, a la Virgen del Pilar. Porque con estos recursos, de corto y en el banquillo, la salvación no solo es la única aspiración posible sino una empresa que requiere intervención divina. Oremos.

No puede ser de otro modo cuando no se es capaz de ganar al rival más débil que ha pasado por La Romareda en mucho tiempo y que, además, pudo salir airoso del duelo en el fango porque llegó con más peligro que un Zaragoza que solo probó una sola vez -sí, una-, si Abad llevaba guantes. No puede ser de otro modo cuando se acumulan cuatro meses sin ganar en casa. Cuatro meses. No puede ser de otro modo cuando se ganan 8 puntos de los últimos 39 en disputa. No puede ser de otro modo. O alguien cambia algo o recen lo que sepan.

El partido, o lo que fuera, fue una oda al pavor. Un espanto que pareció otra cosa solo durante los primeros minutos. Rescató Alcaraz el rombo y, con él, cambió a medio equipo. Verdasca, Muñoz, Lasure, Ros, Guti y Álvaro fueron las novedades y la ausencia de Pombo -la primera de la temporada- se erigió en la principal novedad en el capítulo de ausencias. El caso es que el Zaragoza, con Benito en uno de los vértices laterales, no comenzó mal. Más solidario, más dinámico y, sobre todo, más intenso. Antes de los cinco minutos, el equipo aragonés pudo marcar en un remate de Álvaro tras cesión de Gual y robo previo de Biel, pero el disparo del catalán se estrelló en las manoplas de Abad, que, dicho está, ya no volvería a aparecer más en todo el partido. Tremendo.

El débil Córdoba, en un 4-2-3-1 en defensa y 4-3-3 en ataque, basaba sus esperanzas en la rapidez arriba de Jaime y Sebas. En eso y en los habituales errores defensivos del Zaragoza. Uno grave de Delmás a punto estuvo de costar muy caro a los aragoneses poco antes del ecuador del primer periodo, pero el centro del exzaragocista Jaime Romero no encontró rematador, al igual que una falta lateral botada poco antes por Sebas. Otra posterior también llevó cierto peligro a la portería de Cristian, pero Quintanilla cabeceó demasiado desviado.

El Zaragoza era, sobre todo, Javi Ros. El navarro derrochaba despliegue y recorrido en defensa y criterio con el balón. De sus botas salieron los mejores intentos ofensivos de los aragoneses que, sin embargo, volvían a carecer de último pase. Así que el descanso lo dejó todo en el aire aunque, por primera vez desde hace demasiado tiempo, el Zaragoza, con más miedo que alma, se retiraba a los vestuarios sin encajar un solo gol. Milagro.

La reanudación mostró más de lo mismo. El Zaragoza tenía el balón pero poco más. Ros comenzaba a perder eficacia y Guti el aliento. Lo mejor era que el Córdoba había salido de la caseta con un papel en la mano donde se firmaba con sangre el empate. En la otra portaba una flauta por aquello del sonido y la casualidad.

El primer cuarto de hora se esfumó sin fútbol ni sustos más allá del que dio Álex Muñoz con una entrada muy peligrosa a Jaime que el árbitro sancionó con amarilla cuando bien pudo ser de otro color.

Mediado el segundo periodo, Alcaraz echó mano de Pombo ante la algarabía popular. Y el canterano devolvió el aire al Zaragoza. Enlazó dos veces seguidas con Álvaro pero el catalán no centró bien en la primera ni controló con precisión en la segunda, echándolo todo a perder. El reloj corría más que cualquiera.

La Romareda, que da más que nadie, tomó conciencia de que o ganaba ella el partido o no lo hacía ningún otro. Así que se puso a ello. Bastaron un par de saques de esquina para encender a la grada y sendas malas ejecuciones para apagar el fuego. El Zaragoza se perdía en su incapacidad.

El Córdoba, el peor visitante de la categoría, sabía que iba a tener una. Los espacios que dejaba un Zaragoza al borde de un ataque de nervios así lo hacían presagiar. Y tuvo dos. Touré disparó fuera y Andrés estuvo a punto de provocar un incendio aún mayor pero Cristian, otra vez, salió al rescate para, al menos, salvar un punto para los de Alcaraz, que solo hizo dos cambios y uno de ellos en el 87.

El empate final provocaba otro ataque de ira y rabia al zaragocismo, que abandonó La Romareda mirando al cielo.