Nadie sabe más de fútbol que la afición . No hablamos de táctica ni de malabarismos estratégicos, sino de algo más esencial como el orgullo de pertenencia, sobre todo cuando te nutren de razones para activar y airear a los cuatro vientos ese sentimiento imperecedero, esa herencia generacional. Solo así se puede entender que el Real Zaragoza ganara en el encuentro ante el Madrid pese a perder 0-4. El conjunto de Víctor Fernández fue un huérfano frente a un enemigo mastodóntico que actuó con la tiranía propia de uno de los mejores equipos del planeta. Con un once sin sus principales piezas, desatendiendo el torneo por una comprensible política de club, la epopeya se desvaneció en los primeros versos. La eliminatoria de Copa apenas tuvo historia en el campo. Otra cosa es lo que ocurrió al final en la grada. Ahí se congregaron voces y sentimientos; un cascada de emociones en carne viva que reclamaron al Real Zaragoza como héroe atemporal.

La hinchada lleva más de una década de desdichas. Los años han puesto a prueba su resistencia con reválidas dolorosas. Sufrió con vergüenzas ajenas, con el descenso, con temporadas de ninguneo y con una travesía que en lugar de ajar por completo la esperanza ha ido rejuveneciendo su rostro y su espíritu para crecer en número e ilusiones. Esta temporada ha hallado razones para iluminar su fe con focos que para el crítico experto pasan de vez en cuando desaparcibidos. Y lo hacen porque el seguidor categórico e insobornable a los bruscos castigos posee una pupila dilatada por la pasión, una sensibilidad extrema capaz de contradecir con optimismo lo que parece o parecía evidente catástrofe, una vez más. El Real Zaragoza ha puesto la directa hacia el regreso a Primera y aunque existe la conciencia y la consciencia de lo complejo de la empresa, la afición quiere volver a ser protagonista. Tuvo un perfil ágrio y duro hasta consigo misma, lícito porque había sido testigo de plantillas maravillosas y magníficas, de títulos y de un juego regentado por la elegancia. Resulta muy difícil renunciar a esa fama cuando lo que se reclama es el espectáculo en todo su esplendor.

La genética del zaragocista de pura cepa no ha sufrido alteraciones. Es adalid de un estilo que confía en recuperar la quintaesencia de sus antepasados algún día más soleado. Pero por el camino se ha ido aclimatando, ampliando el arco de su transigencia. Sin duda, los resultados ayudan a combatir la angustia en la sala de espera. El de la cita contra el Real Madrid hubiera sido causa de guerra civil. Pero La Romareda, la gente que lo habita también en la ingrata Segunda, se levantó de sus asientos al acabar el encuentro --y antes, a cada puñalada-- y envió un mensaje ejemplar a los jugadores en un homenaje de afecto atronador. Cantó, festejó e hizo que el equipo diera una vuelta al estadio... Nadie sabe más de fútbol que la afición.