El Real Zaragoza está donde está, es decir luchando a brazo partido por entrar al final del torneo en el playoff, porque gana, y por lo tanto se ha sacado un billete para pelear por un objetivo amasado según transcurrían las jornadas del 2018. Irreprochable su esfuerzo, la comunión de la plantilla para superar obstáculos y rivales de diferente calado y sobre todo una capacidad de superación que si somos sinceros solo vislumbraban el entrenador y el director deportivo --también parte de la afición, no se nos puede ni debe olvidar-- cuando el equipo tenía las posiciones de descenso en los talones y carecía de juego y de patrón. Cuando Natxo González era un fantástico manojo de nervios con Lalo Arantegui campeando el temporal en solitario. Perdido de vista el terrible invierno, la primavera ha llegado al conjunto aragonés con nueve partidos por delante y la posibilidad de clasificación entre los seis primeros. Un rombo mágico, la estimable y productiva irrupción de los canteranos y la incontestable jerarquía de Borja Iglesias y Cristian --en León una vez más ambos fueron decisivos-- han dado cuerpo y consistencia al grupo. Si antes sobrevivía del día florido de tal o cual futbolista, ahora dispone de un tronco cuyo grosor ha aumentado en función de los resultados favorables en cadena.

De repente se ha aparcado el proyecto a dos años que servía de escudo en la crisis y la euforía, lógica y justificada reacción, impera por las cuatro esquinas de la ciudad y del vestuario. En una cosa tenía razón el técnico cuando decía que no veía un equipo mucho mejor en los malos tiempos que en estos de prometedor futuro inmediato: en esencia que no en triunfos ni en ambiciones recogidas por el camino, no es superior. Contra la Cultural, un rival bonito pero sin sal ofensiva, resistió el gol de Borja y se sobrepuso una pájara monumental aun con uno más en el campo hasta que Grippo igualó las fuerzas con su expulsión. El encuentro del Real Zaragoza, pese a que se intente justificar desde el pragmatismo o la severa aplicación de impecables estrategias castrenses, fue una pesadilla solo digerible con la infusión de los tres puntos. Se pareció bastante al del Sevilla Atlético, otro en territorio de descenso, y tuvo similitudes con el de Pamplona, aunque en aquella ocasión el adversario era gigante. Se arrugó y fue pequeño, muy pequeño en un escenario ideal para agigantar aún más su confianza.

El Real Zaragoza sigue siendo un modesto barco de pescadores de fortuna en un charco con dos o tres transatlánticos, un par de portaaviones y no pocos yates de alquiler de nuevos ricos. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Poca utilidad tiene ahora mismo hallar respuesta a esa pregunta, ni conviene tampoco entretenerse en ella. La cuestión es que con la meta a la vista, su proa está a la altura de la mayoría de esas embarcaciones. Lo que sí debería hacer es atreverse a desplegar las velas y no siempre remar a golpe de galera, como si fuera un invitado a la fiesta de otro, con complejos y arrugamientos que carecen de sentido alguno sobre la cresta de la ola. Cuando está a punto de desatarse la tormenta perfecta en el calendario, el Real Zaragoza es un velero bergantín que no corta el mar sino vuela. Tiene mucho de pirata su trayectoria: ha robado el corazón de su gente y sus enemigos le temen más por el fuerte viento que trae de cola (el histórico incluido) que por sus batería de cañones. Es la hora de dejar paso a los valientes y dar vacaciones a los estadistas. Vía libre a la pasión.