Alfonso Soláns, presidente del Real Zaragoza más por herencia que por placer y gusto por el fútbol, ya no sorprende a nadie. La última vez que tuvo un guiño original fue cuando se jugó la cabellera en pública apuesta popular, asegurando que si el equipo bajaba a Segunda se raparía la cabeza al cero. Por respeto a su imagen y al sensible sector de la peluquería, la plantilla esperó una temporada para descender, y el directivo pudo conservar intacta y bien poblada la azotea mientras el conjunto aragonés y su afición se ganaban el retorno por los campos de la vergüenza. Ayer, prescindió de Paco Flores, confirmándose como el presidente que más técnicos ha destituido en la historia del club y el dirigente en activo, junto a Lopera, que más cambios ha realizado en el banquillo. Su amplia y variada colección de entrenadores hace chirriar de envidia la afilada dentadura del propio Jesús Gil, el tiburón del Manzanares.

La predisposición de Soláns a rescindir contratos de preparadores se ha convertido en una mera anécdota, y su enésimo fracaso al frente de la gestión económica y deportiva del club produce una sensación de peligrosa rutina, como si estuviera contagiando un virus apático en el ambiente. Sin embargo, la amenaza de una nueva visita a la Segunda División es una realidad tan cercana que reduce a la mínima expresión la despedida de Flores, ya dentro de la naturalidad de los malos resultados sin entrar en otros análisis, y recupera con más fuerza que nunca una pregunta perenne: ¿qué pretende hacer con el Real Zaragoza? Desde que ascendió a la cúpula, en 1996, el club inició un caída progresiva al vacío, estancado en un organigrama decimonónico (jurásico) mientras el resto de los clubs avanzaba a pasos agigantados hacia la modernidad, o al menos se ponía a punto para una nueva era.

En estos ocho años, el Real Zaragoza ha perdido el tren de alta velocidad y viaja sin billete por una vía muerta. Hubo, no obstante, un punto de inflexión con la irremediable caída al infierno de Segunda. La catarsis. Alfonso Soláns salió a escena y prometió cambios y esta vez sin que afectaran a su estética personal; un lavado de cara integral, una nueva época. El presidente contrató a Miguel Pardeza y le entregó la dirección deportiva, un señal de frescura con la incorporación de un personaje que por grandeza futbolística y carisma transmitía ilusión y respeto. Pero Pardeza, en lugar de aplicar alguna innovación de calado, ha mantenido una descorazonadora actitud continuista, jugando un papel demasiado ambiguo entre bastidores y enzarzándose en un pulso incomprensible y de apariencia muda con Paco Flores.

Soláns no ha sabido disimular casi nunca el peso que el Real Zaragoza supone para un hombre ajeno a este mundo por mucho que intente integrarse en él, pero la extrañeza hiere mucho más en la contemplación de un Pardeza clarividente que ha ayudado más bien poco a hacerle comprender que este equipo no tenía la suficiente envergadura como para asegurar al cien por cien la permanencia en la élite. En lugar de dar un paso lógico y de popular aprobación con la salida de Pedro Herrera de una secretaría técnica que ha ridiculizado por su demostrada incompetencia profesional, lo conservó en almíbar, a su lado.

El exdelantero zaragocista, ahora ejecutivo del club, no envía un mensaje de sincero compromiso con el futuro. Pardeza, en lugar de engrasar la maquinaria de la vieja máquina, se ha subido a ella como pasajero de lujo, y la actual y crítica situación también le pertenece, y mucho. La búsqueda de refuerzos, imprescindible para dotar al grupo de un mayor carácter competitivo, subraya con tinta gruesa que sus fichajes y los de Herrera eran insuficientes.

El Consejo de Administración, donde abundan con idénticas dosis las buenas intenciones, el desconocimiento de la materia que tratan y algún aspirante a entrenador, tampoco ha sido un pilar consistente para Alfonso Soláns, quien, en el caso de Flores, lo desacreditó de por vida en el penúltimo amago de despido del técnico catalán. Esta crisis agota porque se intuye que todo va a quedar en manos de Víctor Muñoz, que va a recaer sobre él la responsabilidad de salvar al Real Zaragoza desde el sobreesfuerzo, el cariño y la coherencia que tanto se echan de menos en quienes de verdad deberían asumir sus competencias. En Víctor y en la mejor, más paciente y comprensiva afición del mundo, rebelde siempre con la rutina del fracaso.