Los suspiros siempre han sido mensajes silenciosos de esperanza. Esta temporada, La Romareda de forma colectiva, cada zaragocista en su intimidad y, por supuesto, el entrenador de forma pública y en primera fila de los lamentos han suspirado por que desapareciera el mal fario, por el desgraciado infortunio con las lesiones de algunos futbolistas principales y para que este o aquel por fin aparezca como se le presupone. Sucedió con Barkero, que estaba pero no estaba y que cuando estuvo fue como si no estuviera o con Luis García, por el que se rezaron cientos de plegarias por su regreso. Como con Paglialunga cuando se rompió o como se hace ahora con Montañés, que incluso en cuerpo presente, continúa en alma ausente.

Ocurrió también con Arzo, cuyo fichaje fue recibido como agua bendita y, ahora, sin dudar de que estamos ante un titular indiscutible, ya ha parecido alguna vez un pequeño jarro de agua fría. Y, claro, con Acevedo, otro tanto. Las dificultades para crear juego del Real Zaragoza se han asociado a su ausencia y su presencia se ha identificado justo con el antídoto contra ese lastre. Ayer estuvo y el fútbol del equipo fue casi calcado a cuando no está.

Esta plantilla da para poco, pero sí para algo más de lo que está dando. Que no ofrezca ese pequeño punto de más, que tenerlo lo tiene, hay que cargarlo sobre las espaldas de Paco Herrera. Mientras, él y el resto continúan buscando esperanzas a las que agarrarse para no perder la fe, que en esta Segunda de saldo es lo último que se pierde. Suspirando para que aparezca Montañés, para que vuelva otra vez Barkero, para que Acevedo tome el mando de verdad... Luego esas ilusiones semanales se van desvaneciendo porque muchos de los futbolistas de esta plantilla son futbolistas sucedáneos. Como los palitos de cangrejo.