Fracasó Paco Herrera, el entrenador. Hace días que había perdido el norte, que casi nadie creía en su mensaje. Con razón. Aunque hay algunos que aún lo defienden, por amistad será, o por afecto a la persona, los números lo han dejado en evidencia. Es un bochorno que el Zaragoza sea el duodécimo clasificado. Lo era hasta no hace mucho en Primera División, es inadmisible en esta pésima Segunda. Es el Real Madrid o el Barcelona de la categoría, por presupuesto y por historia, pero camina directo hacia el precipicio. Su despido era de cajón, más que nada por la certeza de su incapacidad para devolver al equipo a su lugar natural tras 30 jornadas de competición. Ya lo decía Serrat: nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.

A dos puntos del descenso y sin un modelo al que agarrarse, Herrera supo escapar de la batalla de la crispación pero cometió numerosos errores por el camino, en el desarrollo del proyecto, en la elección, en las alineaciones... Llegó sonriente, con ese mensaje alejado de la convulsión social con el que prometió que el buen fútbol regresaría a La Romareda. No lo consiguió. Empezó haciendo pruebas y terminó dando tumbos. La representación de la matinal del pasado domingo en Ponferrada, unido a sus palabras de las últimas semanas, anunciaron su indudable rendición. Ya lo había engullido la bestia en la que se ha convertido este inmundo Zaragoza de Agapito. Bien es verdad que el día que anunció que iba a dejar de ser sincero, empezó a perder. Luego dejó de ser el que era, falló a algunos futbolistas y atacó a los débiles. Al cabo, se fue cavando la tumba.

Tampoco ha sabido sacar rendimiento de su plantilla. Que no tenía futbolistas de nivel ya lo sabía desde el verano, pero empeoró a los mejores, ya fuera porque no logró colocarlos o por su incapacidad para motivarlos. Nada se sabe de los mejores, léase Montañés, Barkero o Henríquez, al que se cargó de manera irracional. Por no hablar de Víctor, caso raro donde los haya, y de su paso de puntillas por el asunto de Paredes y Movilla.

En un amistoso estival ante el Athletic asomó el equipo ofensivo que el entrenador deseaba, con un rombo en el centro del campo y sin un delantero fijo. Entonces decía, y lo mantuvo hasta el mercado de invierno, que solo le hacía falta un central. Y que aunque no se lo trajeran, saldría adelante. Se lo trajeron, pero ya se sabe lo que acabó diciendo en la previa de su despido: que para reaccionar solo tiene jugadores de Tercera.

Su discurso inicial fue lo más atractivo junto a su buena disposición, opuesta a casos anteriores como Jiménez o Aguirre, tan dados al exceso retórico. Sin embargo, dio la impresión de no llegar a entender el espíritu de La Romareda y su afición. Por eso, entre otras cosas, se echó a la gente encima, con esos cambios que nadie entendía, que se le reprochaban con razón.

Pero sus mensajes no tuvieron eco ni consecuencia. Tras hablar de la botella medio llena en Riazor, se le cayó el equipo. No llegaba fuera ni calaba dentro. Así enlazó lamentables espectáculos ante Alavés, Eibar, Numancia y Jaén. Recurrió al trivote, muestra de la falta de fe en su proyecto. Sin estilo ni recursos, un día le echó la culpa a los árbitros, otro a la atmósfera del estadio, otro a los muchachos. Pero no logró transmitir pasión ni fútbol. Perdido, sin patrón ni armonía, fracasó el mal entrenador Herrera. Queda Paco, la persona.