Ponerse ahora digno es inútil. Volarán los adjetivos con punta de acero contra futbolistas y entrenador. Contra la directiva, el director deportivo, el director general. Contra Islero. Por supuesto, con la cabeza de Atienza decapitada y pateada por su empeño en derribar delanteros como si estuviera jugando en la bolera de su barrio. Todos ellos son responsables de que el Real Zaragoza haya protagonizado una vergonzante recta final de un campeonato que, en su majadería, le premia o le condena con la disputa del playoff de ascenso. Pero consumir demasiadas energías en sonrojarse con ese tacada de derrotas no va mejorar la cualificación de ninguno, que tampoco ha sido muy elevada en el cómputo general de sus carreras y profesiones en este club empobrecido hasta la médula. La rabieta o la ira de la afición son legítimas. Más allá, aunque resulte paradójico, asoma por la ventana de la desilusión la oportunidad de regresar a la élite. Sin fe, sin salud, sin fortuna y con el vestuario descompuesto, ateo de su técnico. Aun así, no se puede despreciar ese regalo por muy envenenado que parezca su contenido.

Todos ellos, que se han cargado de excusas y justificaciones ciertas y ridículas, van a estar en el mismo barco, que al salir de puerto no era el ascenso directo sino la pesca furtiva: un puesto como el que ha conseguido, doloroso ahora porque el equipo se ha quedado colgado sin honores en el hueco del ascensor de seis plantas cuando estuvo tan cerca del ático. El lunes vendrá la Ponferradina sin nada en juego para ambos, y el jueves y el domingo, a la espera de conocerse el rival, la primera cita por la gloria (así, como suena y se escribe, gloria). La angostura del calendario no da para reparar grandes cosas: Burgui seguirá perdido por el ártico; Eguaras se quedará lejos del récord de Usain Bolt, y Atienza no se vestirá la chaqueta verde del Master de Augusta de golf... Tampoco el físico de la mayoría de la plantilla permitirá empresas colosales. La degradación producida por los resultados, sin embargo, ha modelado un conjunto muy por debajo de sus capacidades que ha ido perdiendo la salud sin tan siquiera acudir al médico de cabecera.

Si se aspira a algo, es decir a todo, la figura de Víctor Fernández no debería aparecer en la foto este lunes. No por negligencia, sino por absentismo frente a una crisis que no ha sabido gestionar desde ningún ángulo. Y sobre todo, porque los futbolistas, como se vio en el Carlos Belmonte, le han tachado, una estigma imborrable para un entrenador en estas circunstancias, con unos números insoportables por pobres para cualquiera de sus colegas. La solución no es demasiado original, pero es la única que le queda a la directiva frente a lo insostenible. No es necesario revestir su salida con tintes trágicos por una fama que le contempla en esta institución desde hace 25 años (ya está bien de esgrimir ese argumento como escudo). Lo importante, en el caso de producirse, sería acertar en el perfil de su sustituto, que no tiene por qué ser un fenómeno sino un profesional capaz de recuperar en lo posible los restos del naufragio y reconstruir un estado de ánimo desvalijado por la derrota bochornosa como seña de identidad. En el fútbol, lo difícil es hacerlo fácil, y lo más sencillo en este caso y con el playoff a la vuelta de la esquina, es intentarlo con alguien distinto que, de principio, reactivaría la expectación a la espera de que también sepa resucitar a los muertos. Y si se sube y se quiere reconocer la porción de paternidad de Víctor por el logro, se hace: siempre habrá alguien dispuesto a rescatar sus éxitos de los noventa.