El Real Zaragoza es un muerto en vida. El peor de la historia reciente y eso que el listón estaba ya en el suelo. El desazón es tal que no genera odio ni un efecto rebote en forma de orgullo, sino que ha llegado un punto en el que incluso la tristeza está dejando paso a la indiferencia. Un día más, y ya van tres seguidos desde la llegada de Iván Martínez al banquillo, el equipo aragonés se adelantó, pero fue incapaz de sujetar la ventaja. Como contra el Real Oviedo y la Ponferradina, el Rayo, en cuanto apretó las tuercas un pelín, propició que este Real Zaragoza se precipite un poco más hacia la Segunda B, que es el lugar, ni más ni menos, que merece ahora mismo por lo que está demostrando como club y en el césped.

Las sospechas comienzan a convertirse en certezas: la plantilla puede dar más, pero no da para casi nada más. La calidad brilla por su ausencia, el equipo está descompensado, se comporta como un alma en pena, no tiene apenas fútbol en sus botas y carece de fortaleza física, de centímetros y de un mínimo de carácter. El león del pecho es lo único algo feroz que queda. Es así de duro y, de seguir así, el castillo de naipes de las responsabilidades tendrá que empezar a caer por esferas más altas que la de Rubén Baraja, el anterior entrenador y eslabón más débil de la cadena.

Contra el Rayo Vallecano no hubo balón parado en el que escudarse, como ante la Ponferradina, donde se maquilló una terrible segunda parte con dos goles de córner. Frente a los madrileños Iraola, un señor entrenador, identificó el talón de Aquiles del Real Zaragoza y su particular Paris fue Álvaro García.

El vasco abrió el campo y jugó con la inseguridad y miedo a ganar de un Real Zaragoza frágil mentalmente y emocionalmente muerto, que no siente ni padece; con el bajonazo físico del equipo, que fue clave; y también con la defensa de porcelana en los centros laterales.

En la primera mitad el Real Zaragoza realizó un gran trabajo táctico y fue uno de los pocos brotes verdes. Tapó el centro, Zanimacchia y Narváez se incrustaron como quintos defensas, como laterales, cuando el balón circulaba por sus lados para ayudar a Chavarría y Vigaray y tanto Francho como James se vaciaron presionando. Y dio resultado hasta que la gasolina de todos menos del canterano (brillante, una vez más, pese a la derrota) entró en la reserva. Los extremos dejaron de ayudar, Isi y Álvaro reforzaron los costados rayistas y Qasmi se relamió.

El entramado defensivo, por pura impotencia física y mental, se vino abajo y el empate, unido antes al fallo de Zanimacchia que quizá hubiese sido la sentencia, supuso un cóctel venenoso para la mente de unos jugadores quebradizos, inconsistentes y que no tienen la capacidad física para aguantar un partido como mandan los cánones.

Llega un punto en el que la desesperación es tal que casi solo queda rezar para que, como sea y con quien sea, se revierta esta situación, que empieza a coger olor fuerte a Segunda B. El Real Zaragoza se hunde mientras faltan decisiones valientes y, sobre todo, algo de dignidad.