A Víctor Muñoz no le está resultando sencillo reciclar algunas piezas de la pobre maquinaria deportiva que han puesto en sus manos, pero en tres semanas de contacto con la plantilla lo poco que ha podido transmitirle puede considerarse un gran avance. Los buenos entrenadores se distinguen por saber y reconocer el rol que les corresponde, que consiste en gestionar lo mejor posible un grupo en función de sus virtudes y tanto o más de sus defectos para que la influencia en los partidos recaiga casi en exclusiva en los jugadores. Si su intención es que prevalezca un libro de estilo por puro ego y que los focos mediáticos le señalen como protagonista, a la larga está condenado al fracaso. Es una máxima que no todos la aplican o comprenden.

Este Real Zaragoza que ha aceptado Víctor para alejarle de la amenaza del descenso, necesitaba una lectura interna y profunda de la realidad y, por supuesto, la experiencia de un profesional que va de cara con su particular y directa personalidad. El equipo no se le parece en nada ni es el reflejo de sus conocimientos, porque su influencia está muy limitada por un conjunto frágil, imprevisible y con escasos recursos para la rectificación efectiva en la alineación o con los encuentros en marcha. No obstante, ayer ganó al Eibar, que era el líder, y lo mereció. También pudo haber perdido en un encuentro que expresó las contradicciones y penurias de una competición en la que cada encuentro es una historia al margen de la clasificación.

Sin grandes cambios

Víctor no ha realizado grandes cambios estructurales. El adelantamiento de Arzo a la medular y la desaparición de Paglialunga de esa zona es la novedad más notable, una variante que aporta más seguridad que velocidad y una salida menos morosa de la pelota (siempre rehuyó de los carteros). Por lo demás confía en la vieja guardia de Paco Herrera con un matiz importante: mientras el primero enviaba mensajes de excelencia a los muchachos, el aragonés les ha puesto los pies en el suelo con botín de plomo. Así, el Real Zaragoza ha sumado en agresividad bien entendida o ejecutada fuera de la ley. En este sentido sí queda de manifiesto una de las características que ha distinguido a Víctor en trayectoria en el campo y en los banquillos, una constante intimidación por proximidad, por perseverancia, por estrangulamiento.

La transición combinativa, sin rechazarla, no le interesa porque no hay talento para perder el tiempo en el cruce de caminos más allá de un par de pinceladas aisladas de los otoñales Barkero y Luis García. Laguardia, Rico y Álvaro no son más firmes, pero han reducido los errores una vez han aceptado sin pudor su papel de pateadores a la grada o al frente. Evitada la estación del centro del campo, casi todo se reduce en ataque a la caza de un acierto propio o de un fallo del rival. Víctor juega con lo que tiene. Es poco y debe compensarlo enseñando a los chicos a protegerse la yugular y lanzarse en el momento justo a la del adversario. Es la ley de la selva, la de la supervivencia. Es mucho.