Diamanka podría servir para representar el dislate de los peores días del Real Zaragoza. Bastaría cualquiera elegido al azar en el último decenio largo. Pongamos la tarde de Palamós, por ejemplo, aquella que no hay manera de olvidar. El caso no da para una vergüenza igual, ni siquiera al cuantificar el llanto. El presente abrió un valle de lágrimas en el coliseo aragonés después de que el senegalés encendiese las velas del último funeral del Zaragoza. Tuvo que ser precisamente él, otro exzaragocista de medio pelo, quien oficiara la misa de difuntos un par de minutos antes de la inhumación.

El cabezazo del citado se llevó por delante una temporada eléctrica, la mejor que han vivido los miles de niños que estaban aprendiendo a sonreír, todos esos que aún no se han echado un alegrón al cuerpo con este desgraciado Zaragoza. Es una calamidad futbolística este siglo XXI, condenado desde que el tal Agapito, maldito Agapito, lo arrasó. No hay un título que celebrar desde el 2004. De eso, como bien se imagina, no hay chaval que se acuerde. Del ascenso del 2009, pues casi ninguno. Lloraban ayer padres e hijos juntos, abuelos y nietos, sin entender el porqué de esta fatalidad repetida.

Este año no, este año tampoco. El equipo de Natxo González se murió en un partido en el que combinó cobardía, falta de eficacia y mala suerte, por ese orden. Jagoba Arrasate le pegó un baño táctico en una primera mitad que mereció ganar el Numancia; la parte principal del segundo tiempo enseñó un Zaragoza estéril que tiró a cualquier sitio sus claras ocasiones; el final fue despiadado para una afición y unos futbolistas que lloraron juntos la muerte de la temporada más colorida que han visto los ojos de esos niños que soñaron otro sueño. Los recordaba no hace mucho Xavi Aguado: «Están volviendo los niños a La Romareda, es la mejor noticia del año». «Lo siento, sobre todo, por los jóvenes que no pueden ver que el Zaragoza es de Primera», remató ayer Zapater.

Para ser justos, la campaña solo ha sido florida desde que La Romareda se enchufó con el equipo amanecido ya el 2018. Antes fue peor. Incluso mucho peor, o seguro. Todos esos yerros primeros, graves algunos, el mal juego y los peores resultados, los arrastró el Zaragoza hasta el día en que el fútbol le obligó a jugar a cara o cruz. Ahora se acuerda alguno de que también hay una vía directa. No era esta. Por aquí se llaman playoffs, singularmente entretenidos, pero despiadados con el que duda. Sí, el Zaragoza tembló el día definitivo. Venía de consentir un empate en Soria que el entrenador recibió «muy satisfecho», el mismo que dejó a sus hombres cabizbajos a la conclusión del partido. No lo entendieron igual. Ese día, el miércoles, el equipo aragonés dejó de querer cuando faltaba casi media hora. Ayer no quiso en todo el primer tiempo. La gente bramaba por inercia, pero el planteamiento y desarrollo inicial daban para dejar atónito a cualquiera.

El Zaragoza fue eliminado por el equipo que todo el mundo quería antes de conocerse el primer rival de la promoción. No hay que darle muchas vueltas a la razón: era el más flojo de todos los que andaban en la pelea. Pero el Zaragoza le dio vida, primero y luego, allí y aquí. No explicó los cambios en la alineación Natxo González ni lo hará ya nunca, pero alguna de sus decisiones resultaron asombrosas: dejar en el banquillo a Pombo, por ejemplo, para incluir a Toquero y después ni siquiera buscar el juego en largo; insistir en Benito en lugar de Delmás para después impedir que el lateral se desatase en ataque; o permitir la inferioridad final en el centro del campo. Lo peor, otra vez, fue que encorsetó a su equipo un buen rato, pendiente de si el rival hacía tal o cual, como siempre.

RIESGOS Y CAUTELAS

Con todo, lo normal es que el fútbol le hubiera castigado con una prórroga por circunspecto. La cuestión es que se expuso a riesgos innecesarios, como ha hecho con talante medroso otras veces. Engañó en el tramo final de la competición, cuando en general se creía que era un equipo fuerte, dispuesto a ir a la guerra de frente. No fue. Su primera final se convirtió en su última batalla. Le sobró la cautela exigida y le faltaron las agallas que piden estos partidos, la fogosidad que desprendía la grada.

Natxo González dijo hace días que este proyecto iba a acabar «fantásticamente». No. Ni parecido. El entrenador se va desalmado y otro vendrá para partir prácticamente de cero. Los mejores futbolistas, bien se sabe, tampoco estarán a la vuelta del verano. Lloraba con el alma ayer Borja Iglesias, negándose a esta realidad que le aleja de la vida que quiere. Tampoco volverá de las vacaciones Cristian Álvarez. Adiós a la pareja de ases.

Las convicciones son esperanzas, decía Brecht. Pues bien, la temporada le deja al Zaragoza, a todos esos niños de corazón magullado, unas cuantas certidumbres para asirse a la ilusión. La primera, el regreso de la pasión a La Romareda, que ha recuperado la atronadora atmósfera de tiempos mejores. La segunda, el descubrimiento de un puñado de jugadores aragoneses buenos, buenísimos, que ayer lloraban sin consuelo. En ellos, en Delmás, Lasure, Guti y Pombo, en el gran Zapater, está el Zaragoza de Primera, el que ayer estaba de velatorio y hoy de funeral, pero que mañana volverá a creer en la resurrección. Porque mañana, papá, yo seguiré siendo zaragocista.