Más que de nadie, el fútbol es de los que juegan con los pies, de los delanteros, de los que hacen gol, de los que entienden este deporte como un arte, de los que son realmente diferentes por la dulzura con la que tratan el balón, de los que divierten y de los que arrastran al público a los estadios y convierten este juego en un fenómeno universal. Pero en el Real Zaragoza hay un futbolista que ni hace goles, ni caños, ni la toca a la primera, ni tiene una zurda mágica, ni hace pases de 35 metros y al que, también, es una verdadera delicia ver jugar.

Roberto es la indiscutible estrella de este equipo, un portero que hace pequeñas las porterías, que gana puntos a manos llenas (como en El Madrigal, como ante el Málaga, como contra el Rayo...) con un repertorio de paradas asombroso. Ayer, el Zaragoza mereció la victoria. Le faltó instinto asesino cuando el Villarreal estaba malherido, desquiciado y casi rendido, y sobró el árbitro y sus injustas decisiones.

Y, ahí, cuando por una razón o por otra el equipo empezó a conceder ocasiones (en el balance final fueron excesivas), el ángel de la guarda se apareció otra vez debajo de la portería. Le detuvo varios disparos a Rossi, desde fuera del área, de falta, a bocajarro, con la mano, con el pie; y amargó a Catalá y a todos los que vestían de amarillo. Fue otro recital, otro regalo para el recuerdo de un guardameta que está al nivel de la selección.