Ha pasado ya más de un mes desde aquella ignominiosa firma del contrato por el que se ejecutó en Madrid el traspaso del paquete accionarial mayoritario. De aquel día a hoy ya lo han visto. Se han sucedido acontecimientos a cual más deshonroso para la malparada honra de lo que un buen tiempo fue un club de fútbol glorioso. Desde aquel 4 de junio, la figura de Agapito Iglesias sobrevuela diaria y persistentemente el Real Zaragoza: antes de estar en disposición de recuperar el mando, si así lo quisiera, tras el incumplimiento por parte de los nuevos propietarios de la cláusula por la que debían abonar 8 millones a 30 de junio; y por supuesto después de esa fecha, cuando el control legal de la propiedad sigue sin pertenecerle, aunque le asiste un derecho de prenda que le otorga una posición de dominio y la realidad soterrada es la que es.

Agapito continúa controlando, supervisando, terciando, influyendo y participando en la mayoría de las cosas que suceden. Solo se le escapan algunas, que son las que quiere evitar a toda costa y para las que mueve sus cartas. Es como Ed Harris en El show de Truman. Tiene a la SAD rehén, en un mundo del que el zaragocismo quiere escapar, pero del que el hombre que mece la cuna no le permite huir. Mientras, el aficionado sufre. Y, a la vez, sueña ansioso con lanzar al fin aquel grito liberador: por si no volvemos a vernos, ¡buenos días, buenas tardes y buenas noches!