Con la cuarta jornada vista para sentencia sin una victoria y una eliminación de Copa poco honrosa de por medio, las solicitudes de paciencia y calma suelen ir a la papelera por su propio pie. No debería ser así, pero quizás la salsa del fútbol no corresponda a los goles -el Real Zaragoza los hace a cuentagotas y de una belleza por desgracia inútil-, sino a las urgencias, sobre todo por el triunfo que no llega o se deja escapar con errores o desvergüenza. La gente se puso a silbar ayer en La Romareda cuando veía que el Sabadell iba a empatar con diez. El olfato del aficionado zaragocista es de los más agudos de la naturaleza. Huele la lluvia aunque luzca un sol caribeño. Y sí, la tormenta de sangre cayó puntual.

Este deporte es poco reflexivo por mucho que dirigentes, técnicos y plantillas apelen a la compresión. Pocos clubes en el planeta la merecen tanto como el Real Zaragoza, arrasado por una guerra de ocho años, por un dictador económico y bananero, por una indecente orgía política y social. La transición con el menor número de traumas, sin embargo, va ligada a algo diferente, a que en el campo se perciba un motivo para acompañar al equipo por muy larga que sea la travesía por el desierto. Los primeros días se animó el personal porque, con dientes de leche, los chicos disputaban cada balón con mandíbula de hierro. Surgieron de repente las valoraciones de quienes más tienen que medir las palabras: el ascenso no es una locura; somos un poco mejor que el año pasado... No se dieron ni cien días.

El telón se ha levantado y ha aparecido un melón, abierto por fin, expuesto a la mirada y la crítica si no dura más certera. Se sabía que no había mucha sustancia dentro, que los chicos venían de ligas inferiores o innombrables; todos ellos jugando casi por caridad. Tampoco anduvieron muy iluminados los responsables técnicos en el cierre del mercado. Hay lo que hay es un justificación más pobre aún que la tesorería de Eduardo Ibarra. Y mucho de lo que hay, si algo no cambia de forma radical, quedó a la vista ayer en el Municipal. Si además Víctor Muñoz se pone testarudo y cambia el sistema para conservar a Diego Rico en el once, crece hasta la enfermería. Cuando llamas con insistencia y nudillos firmes a la puerta de las desgracias, suelen acudir puntuales y en manada.

Tampoco es cuestión de poner a nadie frente al paredón. Las prisas en la reflexión y la actitud belicosa del grupo condujeron a un entusiasmo prematuro. Cinco partidos después, un Zaragoza muy verde se ha caído de maduro. No va a dejar de ser un melón, un equipo mediano luchando por no sufrir en Segunda. Cuanto antes recupere la corteza competitiva y táctica y la lógica su entrenador, mejor se interpretará a sí mismo. Sabrá que ser fruta modesta no supone un deshonor siempre que no acabes siendo el postre de los invitados.