El Real Zaragoza se despidió del sueño del ascenso directo sesteando frente al Rayo Vallecano, un equipo muy despierto, paciente y capaz de hacer la digestión de la victoria por muy pesada que se la pongan. En la primera parte hubo cierto cambio de impresiones, equilibrio táctico y una gran carga de respeto que solo se la saltó el siempre insurrecto Álex Moreno, un lateral rebelde que juega muy bien a ser extremo. Después, la sobrecarga de centrocampistas para fumigar el fútbol interior del equipo madrileño se volvió en contra de Natxo González, que acabó víctima de su propio veneno. Guti de tapón del rombo, experimento fallido que ya probó el técnico en la lacerante derrota de El Alcoraz, obstaculizó cualquier encuentro con Pombo y Borja hasta que se cortó todo comunicación con los atacantes. El Rayo, una boa constrictor, fue engullendo al conjunto aragonés a medida que este reducía su tamaño competitivo. Dos errores XXL, uno de Perone y Benito a la par en un despeje esponjoso y una entrega en mano de Mikel González a Trejo digna de la puntualidad servicial del mejor de los carteros, sellaron el partido. En ese espacio inconcreto pero tangible donde el empate no parece mal resultado, los chicos del barrio hicieron valer su picardía y, sobre todo, su mayor talento individual. Raúl de Tomás lo dejó muy clarito por una de las escuadras de Cristian. Trejo bajó la persiana por la otra.

Vallecas era una curva cerrada y con escasa visibilidad. Se sabía de su complejidad. Natxo había barajado todas las posibilidades para tomar el trazado correcto. Quizás frenó su ambición y la de sus jugadores en exceso con ese planteamiento aburrido y favoreció el accidente. No se sabrá a ciencia cierta porque en este tipo de encuentros la caja negra suele desaparecer misteriosamente. ¿Es mejor el Rayo o es que el Real Zaragoza se apagó antes de encenderse? La alegría de la huerta desde luego no fue. Triste, arrugado, tímido, a años luz de esa actuación memorable contra el Huesca, de una racha victoriosa que le había permitido llegar a esta cita para subirse el podio de Segunda, el Real Zaragoza pasó por el partido con pinta estratégica de robusto chicarrón hasta que se descubrió flaco y pálido de recursos. Hormigón fofo que los madrileños taladraron con un par de destellos y la colaboración de los topos que infiltraron en el área de Cristian Álvarez.

La derrota entraba dentro de las previsiones. También el triunfo. Con ese volantazo hacia la nada, en absoluto. Ahora, después de un 2018 soleado, llega el tiempo de administrar con inteligencia la magnífica cosecha recogida este año. Queda por delante una recta final en la que habrá que luchar por ingresar en la promoción de ascenso, una meta inesperada pero estupenda si se logra. Eso sí, habrá que recuperar el talante ambicioso y esa identidad de ser valiente además de parecerlo, una de las claves que han definido al Real Zaragoza ganador en sus diferentes picos de rendimiento. Muy lejos de la imagen borrosa de Vallecas, donde se dejó un sueño por perezoso en la pizarra y en el campo.