Nada queda ya de aquel Zaragoza aguerrido, fiable y capaz que obligó a soñar con escapar de una vez del maldito infierno. Primero se quedó sin entrañas y luego se le paró el corazón víctima de diversas patologías, todas ellas graves. Solo queda su cuerpo inerte sobre la hierba. Un alma en pena que deambula con cadenas y grilletes en los tobillos camino de ninguna parte. El Zaragoza se ha ido. Otra vez.

El desplome es colectivo. En realidad, lo que el equipo muestra allá abajo es el fiel reflejo de lo que sucede por arriba, donde nadie da la cara por nadie. El egoísmo y la insolidaridad continúan presidiendo un club en el que se suele mirar al de al lado a la hora de repartir responsabilidades. A eso ha quedado ya relegado también un equipo en el que todo se ha erosionado. Incluso la fe en el mensaje de su entrenador, cuyo discurso ya no cala tanto entre unos jugadores incapaces de encontrar explicación a algunas decisiones de Víctor, cuya defensa a ultranza de los nombres por encima de los hombres ha hecho daño en el vestuario.

Víctor no se esconde y dejó claro el viernes que tiene claro que la mejor forma de recuperar a pilares básicos como James o Kagawa pasa por mantenerlos en el once. «Su recuperación pasa por la mejoría del rendimiento colectivo», vino a decir el técnico. O sea, que es el equipo el que debe tirar de los futbolistas llamados a tirar del equipo. Mal asunto. Ayer, el japonés firmó su enésimo partido ridículo. No fue el único, pero sí el más sonado. Kagawa llegó para liderar al Zaragoza y apenas ha ofrecido un par de destellos. Se le agotan las coartadas.

Víctor, en su peor momento, está tocado. Y la dirección deportiva contribuye poco a reparar las grietas en el vestuario. En este tipo de situaciones, la unidad es una premisa básica para salir adelante, pero, hasta ahora, nadie ha alzado la voz en la caseta para pregonar a los cuatro vientos la defensa a ultranza del entrenador. Al menos, no de forma contundente. El respaldo se precisa cuando vienen mal dadas. Y el Zaragoza está sumido en una crisis galopante.

Claro que la falta de sintonía entre dirección deportiva y entrenador parece evidente. Mensajes y mensajeros conforman un fuego cruzado en el que se inventan cazas de brujas, se niegan batallas internas y se enmascaran en discrepancias lógicas entre estamentos. El técnico insiste en reclamar los refuerzos que ya se le negaron en verano, pero no viene nadie. Tan cierto es que al Zaragoza le faltan jugadores como que la gestión de lo que hay viene siendo errónea desde hace tiempo. El desplome, dicho está, es colectivo. Por supuesto, también de los jugadores. La caída en barrena va más allá de la pérdida de Dwamena, cuya suplencia era exigida por muchas de las voces que ahora lo añoran. La indolencia y el egocentrismo ganan peso sobre el terreno de juego al mismo ritmo que se esfuma la solidaridad y el sacrificio. El mal, pues, es genérico y afecta a todo el club.

Así que se impone, de una vez, programar una terapia de grupo en la que se digan las cosas claras a la cara. Y, sobre todo, desplegar una unidad verdadera, no postiza. Hay tiempo, pero el Zaragoza está muerto porque entre todos lo han matado. Su deber es revivirlo. Juntos.