No hay quien se trague a este Zaragoza. Sabe mal y huele peor. Como el aroma que desprende su técnico, al que la soga ya le aprieta el cuello hasta cortarle la respiración. Apenas le queda oxígeno a Idiakez, cuya cabeza exigió ayer La Romareda. Porque la afición se ha cansado de aguantar lo inaguantable y de sostener lo insostenible. Aunque el club, que ya busca recambio, le concede cuatro días más. Hasta el domingo. Si el Zaragoza no derrota al Tenerife, será historia. El trago de ayer fue vomitivo. De esos que te dejan mal cuerpo durante días. Una Copa de garrafón. Aceite de ricino puro que destroza la cabeza y abrasa el alma. No merecía un trato así una competición sagrada para el zaragocismo, pero este equipo no está para copas. Más bien, de sopa caliente, un pis y a dormir.

Y eso que, al fin, Idiakez cambió el dibujo, que pasó a ser un 4-2-3-1, con Ros cerca de Eguaras y Soro y Aguirre abiertos en bandas. Y no empezó mal el Zaragoza, tocando con cierto criterio y un ápice más de dinamismo y movilidad arriba. Aunque el primer disparo peligroso fue del Cádiz, pero Aketxe no ajustó bien el punto de mira de su pierna izquierda y la rosca se perdió a la derecha de Ratón. La réplica no tardó, aunque el ensayo lejano de Eguaras corrió la misma suerte.

El reloj no había alcanzado el primer cuarto de hora y La Romareda, que había recibido a Idiakez con una sonora pitada, dio el primer aviso. No iba a consentir otro festival de pases horizontales entre los centrales sin nadie que buscara ni otros que se ofrecieran. La advertencia surtió efecto. Eguaras retrasó diez metros su posición y se puso a jugar. Y el equipo lo agradeció un rato, aunque el balón tardaba una eternidad en llegar al trío de mediapuntas. A balón parado, Grippo estuvo cerca de encontrar petróleo, pero su centrado disparo acabó en las manos de David Gil. Garrido, justo después, tampoco atinó de cabeza tras un saque de esquina dispuesto por la bota de seda de Aketxe.

El partido olía a miedo por los cuatro costados. Pocos riesgos, menos llegadas, mucha inseguridad y un derroche de falta de autoestima. La Copa reflejaba a dos equipos sumidos en una depresión de caballo y presos de sí mismo que solo habían creado ocasiones a balón parado y amenazaban con prolongar el ejercicio de impotencia más allá de la medianoche.

No parecía por la labor, sin embargo, el Cádiz, que, en la reanudación, se adueñó del partido por obra y gracia de Aketxe, que encontraba vías de agua en la nerviosa defensa zaragocista y que convertía cada saque de esquina en una agonía. El Zaragoza ya veía fantasmas por todas partes. La Romareda también. Y pasó lo que suele pasar cuando un equipo quiere y el otro teme. Todo sucedió en tres pases. El primero, del portero, David Gil, a su lateral derecho, Carmona, que se percató del desbarajuste de un Zaragoza mal colocado para prolongar a Vallejo, que se plantó solo ante Ratón casi sin querer y le batió con un disparo certero. El tanto castigaba a un Zaragoza incapaz que no daba una a derechas. Un alma en pena. Un desecho.

La Romareda estaba a punto de explotar. Lo haría pronto. Vallejo volvió a quedarse solo en otro mano a mano con Ratón que no acabó en gol porque solo Ros creyó en el milagro. El navarro sacó el balón en la misma línea y se ganó el aplauso de una grada que ya tenía bastante y que dio rienda suelta a su hartazgo cuando el técnico decidió quitar a Aguirre para dar entrada a Pombo. La Romareda entonó con todas sus fuerzas el Idiakez vete ya, que sonó atronador. Estaba todo dicho.

Pero el Zaragoza no despertaba ni a gritos. Vallejo, otra vez, volvía a tener la sentencia en su bota, pero Ratón evitó el gol a bocajarro con una gran intervención. El Cádiz campaba a sus anchas pisoteando a un Zaragoza famélico. Casi inerte. Idiakez, que ya no sabía ni por dónde le daba el aire, recurrió a James para, al menos, morir matando. El nigeriano saltó al campo con un desfibrilador que rescató las constantes vitales de un Zaragoza que parecía retorcerse y apelar a aquel león extraviado hace algo más de un mes. Grippo, de cabeza tras un córner, provocó la segunda y última intervención de David Gil.

Hasta el final, el Zaragoza fue un quiero y no puedo. Lo intentaba a base de impulsos de ese débil corazón maltrecho y castigado. Como el de La Romareda. que volvió a marcharse asqueada y harta. Los pocos que se quedaron hasta el final volvieron a pedir la cabeza de Idiakez y despidieron al equipo con gritos de rabia procedentes de gargantas abrasadas por un trago vomitivo que aumenta el malestar general, el enfado con el mundo y el deseo de que todo sea una pesadilla.