Para comprender a bote pronto lo diferente que es esta Segunda en su nivel de exigencia con respecto a la de la temporada pasada basta con ver qué le ha ocurrido a Ranko Popovic en su primer mes. Ha sido capaz de hacer ocho puntos de doce, un balance notable, y el Real Zaragoza sigue donde lo recogió de la mano de Víctor Muñoz: a un punto de la promoción. El serbio ha entrado con el pie derecho en el club, con una idea definida de lo que quiere, firme en su propósito de buscarla y atractiva para el oído. En estos cuatro partidos ha quedado claro cuál es su modelo. Por el momento, la plasmación práctica de su teoría solo se ha visto a ramalazos. La intención está. A la ejecución de ese deseo todavía le falta mucho.

Popovic ha sobrevivido a una plaga de bajas inusual en el centro de la defensa, mayor en número que en relevancia, dado que seguramente solo Mario será titular cuando regrese. Su gran conquista este mes no ha sido lograr que el Zaragoza juegue de forma armónica y con música de violines de fondo. Ha sido creerse y hacerle creer al aficionado su innegociable determinación futbolística. Que el Zaragoza debe aspirar a comportarse como un equipo grande en Segunda, no a achantarse en muchos campos; que debe empeñarse en dominar los partidos y no acurrucarse; que la fórmula para ganar es el buen juego y que si alguien ha de atemorizarse ha de ser el rival.

Su mensaje ha calado. La gente lo comparte. Eso sí, la realidad está aún lejos de semejante aspiración. Pero el sueño, todavía en fase embrionaria, es indudablemente bonito. Y qué sería del fútbol sin ilusiones.