Como era de esperar, en el fútbol no hay leyenda que cien años duré y muchos menos cuando se trata de los inquilinos del banquillo. La destitución de Víctor Fernández aparece ahora en boca de amigos y enemigos, de defensores acérrimos y de ácidos críticos. Por supuesto, para que sea destituido como solución para creer que todavía es posible ascender por la vía del playoff. Lo que se solicita es de perogrullo y no se necesita ser licenciado para llegar a esa conclusión doctorada. El hombre que dijo con dolorosa soberbia que volvería para ser presidente o director deportivo tras ser cortado en 2007, marcado por los resultados y por un evidente desgaste profesional, se ha caído del altar dirigiendo a un Real Zaragoza de segunda. Uno, que nunca ha depositado mucha fe en este técnico (en realidad en pocos pues siempre defendí que este juego es de los jugadores), perfecto profesional con equipos muy hechos a su estilo y pésimo gestor de situaciones complicadas, se enternece al verlo en la diana. Quizás por haber compartido muchos momentos, muchos kilómetros, alguna charla y una porción de gloria que nos regalaron, a ambos, los chicos de la Copa y de la Recopa. Sinceramente, nos creímos más importantes de lo que realmente somos en nuestros trabajos. Tan mortales como cualquiera aunque una vez calzaramos zapatos de charol con bastantes menos arrugas.

Se desconoce aún si la directiva adoptará o no esa medida que parece lógica y sería bien recibida por el vestuario, el espacio donde mejor se afilan los cuchillos cuando las cosas no funcionan. Este deporte dicta muchas normas sin necesidad que se impriman en papel, una de ellas la de abrillantar el cadalso y la guillotina en las crisis: el Real Zaragoza es la muerta imagen de Víctor, pero también de sus dirigentes, que nunca terminan de apostar por una plantilla competitiva desde el mismo banderazo, que se refugian en personajes admirados o adorados por los aficionados para amortiguar las flechas. El equipo aragonés aún es tercero y va disputar el playoff salvo que lo pierda todo y se descabalgue hasta de la sexta plaza. No obstante, y es cierto, si llega a ese duro minitorneo en estas condiciones físicas y mentales, no alcanzará su aliento ni a la suerte de banderillas. Ahora mismo es carne barata para cazuela de barro. Porque los futbolistas han desconectado de sí mismos y porque el técnico va a ciegas buscando interruptores en la habitación del pánico (un día Zapater, otro Pereira, siempre la desintegración de Guti, a quien ha vulgarizado expatriándole de su posición). La humillación contra el Real Oviedo no es casual, sino la amarguísima guinda de una serie de derrotas en La Romareda que iban avisando de las penurias de este equipo tan mal trabajado que ha vivido --y vive-- por encima de sus posibilidades. Lo que encaja, pese a todo, en un extraño marco del éxito que se explica en la poca talla de esta categoría.

Posiblemente siga Víctor Fernández aunque se le hayan acabado los bonus. No va a poder con una responsabilidad que le viene grande, para que la que se siente incómodo y vacío. Los muchachos, como ocurre en estos casos, verían con buenos ojos que rodara su cabeza. Pero el mal es de tal profundidad que un relevo no asegura nada. Además, decapitar a un ídolo real o artificial suele dejar manchas en la alfombra, y en la cúpula nadie quiere que le salpique una sola gota de sangre azul. Amigos y enemigos han descolgado del armario, por si acaso, el traje para los funerales. La leyenda se tambalea, el mito camina solo. Humano, pálido, desconcertado en el club donde reinó. La tragedia que se aproxima puede ser de dimensiones shakesperianas. Como Macbeth, se ha dejado seducir por las brujas y sus cautivadoras profecías. Todos lo hemos hecho alguna vez. Pero la vida, querido, es una derrota disfrazada de eterna victoria. Y los que ayer estaban a tu lado, hoy no.