Había coincidencia ayer en el zaragocismo --en términos generales, que para todo hay-- por el orgullo que transmite este equipo. Cuestión de satisfacción por el comportamiento que volvió a ofrecer. Fue un partido duro de pelar, incómodo, de los que no gusta jugar a los profesionales, que tantas veces se borran cuando ven tacos altos y codos afilados. Fue ante un rival áspero, por no decir feo, o sucio, que jugó todas sus cartas, todas. El Alcorcón hizo lo que permite el reglamento y un poco más, ese extra que le concedió el árbitro. Y el Zaragoza no se arrugó. Apretó los dientes desde el primer minuto hasta el último, sabiendo que era partido de aguzadas aristas. Cautiva eso, el carácter, la ambición. La fe y la responsabilidad también. Tras tanto desmán, parece que alguien ha llegado para poner un punto de cordura y realidad al equipo. Ha sido Víctor Muñoz.

Sobre el técnico se sembraron muchas dudas casi desde el primer día. También dentro de las oficinas del club, que nadie se vaya a creer que era derecho propio de algunos interesados. Pero el entrenador, testarudo como buen aragonés, incluso más, no movió ni un centímetro su plan de reconquista. Solo pidió un grupo que le permitiera competir, el que se ve. Lo está mejorando. Ha ido moviendo peones hasta acercarse al once, con piezas intercambiables y otras, al gusto. Ha convertido al equipo en algo reconocible, en algo que no era desde hace años.

Hoy ya se puede definir a qué juega el Zaragoza, qué quiere, qué busca, sobre qué base cimentará sus objetivos. Gustará más o menos --casi siempre menos, todavía--, pero se adora su honestidad, más sabiendo que toca sumar, sumar, sumar. Tiene el estilo de Víctor, aunque le falte fantasía. Del retorno a Primera no va a hablar, ni falta que hace. El lado de la ilusión se lo reservan a los suyos, a esos doscientos que ayer se entrelazaban en las gradas, botando agitados como si fuera la clasificación para una final de Copa. No está el asunto para bicocas tales. Todo llegará aunque sea a otra escala.

El Zaragoza lleva cinco triunfos y un empate en los seis últimos partidos, jugados todos con el mismo sistema e idéntico criterio. No hay vuelta atrás en la elección de los dos delanteros, obviamente. Poco se le puede discutir a Borja Bastón y sus ocho goles, ni a Willian José, que se ha quitado el traje de estrellita que se le supuso. Trabajador infatigable, cuando mejore su primer control se convertirá en una bomba letal. De momento, no es poco, a sus compañeros los hace mejores.

De eso, de compañeros, va el asunto. El Zaragoza corre, trabaja, muerde y celebra como uno solo. Mientras tanto, Víctor deja su marca. Tiende la trampa en tres cuartos esperando el error del rival, que llega. Y entonces lo mata. No están Cani, ni Villa, ni Milito, ni todos aquellos maravillosos futbolistas, pero sí hay un plan. Por fin un plan. Casi el mismo. Muñoz, diez años después, vuelve a ser Muñoz.