Estaba ahí la pobre, en la vitrina del salón de los trofeos para que la observaran como se contempla un animal disecado y extinguido o una bella bestia en cautiverio. Con esa mirada lánguida como consecuencia del abandono, del desprecio de entrenadores ignorantes y directivos incultos que consentían el olvido, la Copa tricotaba su tristeza y la de la afición con metálica melancolía. Sólo necesitaba una caricia, un gesto de cariño, un partido que dignificara la historia del torneo por excelencia del club aragonés. Una simple demostración de sensibilidad. Tuvo que ser Natxo González quien, sin complejos y mucha inteligencia, se aproximó para reabrir esa puerta y dejar que fluyeran todas las emociones que permanecían entumedecidas como Excálibur en la roca. El entrenador puso sobre el campo un equipo titular en la primera ronda y con esa decisión envío un mensaje de múltiples vértices positivos al margen del resultado final: mantuvo la tensión competitiva, conservó la ola buena de la victoria frente al Córdoba y resucitó el respeto por una competición que La Romareda, a un día de cumplir 60 años, no olvida.

El triunfo se produjo mucho antes de comenzar a rodar la pelota. No está este Real Zaragoza naciente para pruebas, experimentos ni favores para la galería. Necesita madurar, crecer a cada paso. Que sus jóvenes leones lancen zarpazos lo antes posible y se hagan líderes en la manada. Sólo hubo una concesión, la de Christian Álvarez en la portería, predestinado para ocupar esa plaza. El resto de la alineación no dejó espacio para ningún meritorio. No era el momento. Además ya se sabe que poco o nada beneficia a nivel colectivo e individual la reunión masiva de aspirantes y menos en este escenario que exige concentración máxima. El 3-0 aparenta un camino sencillo, pero no fue así porque el Granada dio la cara en todo momento, lo que adorna aún más esta victoria oportuna y tan bien visualizada por Natxo González como un nuevo escalón del edificio que está construyendo.

El equipo tuvo altibajos pero se desenvolvió con intachable fiabilidad durante toda la eliminatoria. Ambicioso, por momentos sobrepasado por la ansiedad y por un rival muy fino en el centro del campo, el Real Zaragoza jamás se dio un respiro. Este tipo de actitud feroz se bebe en la Copa, y el conjunto aragonés dio sorbos cortos y tragos largos para terminar brindando con su público en una fiesta de complicidad. Diez años de funerales y, de repente, Queen de fondo en la memoria de las generaciones campeonas, nombres de jugadores coreados y el himno a toda pastilla. Merece la pena ser consecuente como Natxo González, que vio la Copa en el pajar y la sacó a pasear libre y salvaje con toda sus consecuencias.

En un encuentro que debe analizarse sin pasión pero con contagiosa y justificada alegría, se reforzó la confirmación de que Borja Iglesias es un cíclope singular, con ojos en la espalda y un temperamento de competidor incluso al acostarse para descansar. Se podría hacer un listado de futbolistas que destacaron, la mayoría, si bien en ese tono de humilde altivez se elevaron una vez más la participación irreducible y rebelde de Toquero, torbellino que cose el escudo a su corazón y lo defiende con la vehemencia de un gladiador fiel hasta la muerte, y la de Febas, que sortea minas como si corriera entre amapolas. Y ese pase de Eguaras para Alberto Benito en el segundo gol, obra de arte de precisión... Sin encajar un tanto, sin cometer un solo error en defensa.

Esta sucesión de excelentes momentos y un final de cine fueron consecuencia de un plan muy bien trazado. Natxo González se puso frente a la Copa para que le susurrara algo. ¿El qué? Seguramente una pequeña gran historia de su vida. Luego le tendió su mano y se la llevó al Municipal bajo el pretexto de que iba a ser titular después de tantos años en la reserva. Juntos le dieron a este tierno Real Zaragoza lo que necesita, una razón para comprender el significado de la institución, una victoria con trasfondo emocional y práctico.