La realidad de la Segunda División es así: muy volátil, tremendamente inestable y de difícil pronóstico. Otra temporada más, el Real Zaragoza está viviendo en carne propia ese mundo de fluctuaciones y de acontecimientos inesperados. Comenzó la Liga con la mirada puesta en las más elevadas aspiraciones, con el ascenso directo como objetivo asumido y verbalizado en público por los mismos responsables de la Sociedad Anónima, alimentó esa esperanza en las primeras jornadas de Liga con el momento cumbre del 0-4 de Oviedo, cayó por el vacío en un periodo muy corto de tiempo hasta puestos de descenso, entró el miedo y, ahora, con Víctor Fernández al mando está volviendo a recuperar un aspecto muy saludable, lejos de aquel arrugado e insano de la etapa precedente.

En cinco meses de competición, un universo inabarcable de altibajos, de cambios de objetivo, de muy distantes estados de ánimo y futbolísticos, el Zaragoza ha aspirado a todo, a salvarse de la nada y a no se sabe muy bien a qué en estos momentos. El fútbol que desarrolla con el nuevo entrenador es para ser optimista, pero con esta Segunda cualquier vaticinio tiene altas probabilidades de fracasar. Lo que parecía no fue y, seguramente, lo que parece ahora mismo tampoco acabará siendo. O sí, quién sabe.